
En México, el 23 de marzo de 2020 se inició la Jornada Nacional de Sana Distancia como parte de las primeras medidas para contener la transmisión de la COVID-19. Aunque dicha jornada terminó en mayo de ese mismo año, fue el inicio de una serie de prescripciones sanitarias que han tenido como telón de fondo el confinamiento.
A casi un año de que iniciaron las medidas de cuarentena, hemos sido testigos, casi como en una distopía futurista, de la implementación de una serie de dispositivos sanitarios, policiales y políticos que han buscado frenar el avance de la pandemia.
Durante 2020 hemos tenido que hacer modificaciones tanto profundas como superficiales a nuestra vida cotidiana. Hemos tenido que realizar teletrabajo, reuniones familiares y de amigos a través de la virtualidad. Hemos tenido que limitar nuestro contacto físico a amigos y familiares “convivientes” y conformarnos con ver de lejos a aquellas personas que forman parte de nuestros afectos, pero que “no son convivientes”. Hemos tenido que decir adiós a amigos, colegas y familiares. Otros han “tenido” que enfermar porque su labor está considerada como actividad esencial y no pueden mantener “las medidas de distanciamiento social”.
Nuestros rituales más íntimos relacionados con la muerte de un ser querido (sea por COVID-19 o por otra causa), han sido expropiados por las políticas sanitarias. La muerte medicalizada, como lo planteaba Illich[1] desde la década de los setenta, impone una imagen sociopolítica de la muerte, privando a las personas de su visión tradicional de lo que ésta constituye. “El hombre occidental ha perdido el derecho de presidir su acto de morir”, afirmaba Illich, como anticipándose a esta catástrofe humana. En el contexto de la COVID-19 las personas están muriendo en la más profunda de las soledades, bajo los efectos de los sedantes que mitigan el dolor derivado de la intubación. Para las personas que ya han pasado el trago amargo de perder a un familiar o amigo, ir al hospital y la posibilidad de la intubación son interpretados como sinónimo de muerte.
La muerte medicalizada también representa una pérdida para los deudos, quienes, en una franca violación a sus Derechos Humanos[2] han recibido sólo las cenizas de su familiar cuando el fallecimiento ha sido a causa de la COVID-19, sin realizar el correspondiente reconocimiento del cuerpo. Muchas de las ocasiones tras una larga, desgastante y angustiante espera a las afueras de los hospitales, en condiciones indignas.
Pero como denunciaba Illich, no sólo el último suspiro se ha expropiado, sino también la salud. La mercantilización de la medicina ha convertido a los seres humanos en consumidores de ésta. De manera que la enfermedad y su atención, desde el capitalismo de los monopolios ha sido explicada y tratada predominantemente a partir de sus dimensiones individuales. Se ha apostado por la “cura” a partir de esfuerzos y responsabilidades individuales.
Esta aproximación es escandalosa en el contexto de la actual pandemia generada por la COVID-19. “Use cubre bocas”, “No salga”, “Lávese las manos”, “Guarde la sana distancia”, “Acuda al médico en caso de presentar síntomas”, “Haga ejercicio”, “Coma sano”, “Busque terapia psicológica”, “Dese tiempo para superar el duelo” y un largo etcétera. Escuchamos estas prescripciones médicas de manera repetitiva en los medios de comunicación y en las redes sociales; y no, no estamos diciendo que no sean medidas pertinentes, lo son. Lo que estamos diciendo es que su uso es escandaloso porque representa, desde un enfoque incompleto y medicalizante, la expropiación del cuidado de la salud y de la atención a la enfermedad causada por el SARS-CoV2, obviando aquellas acciones de carácter familiar y comunitario que son indispensables para el cuidado y recuperación de personas enfermas de COVID-19 y que se realizan fuera del ámbito hospitalario. Estas acciones suponen un desgaste físico y económico y están totalmente externalizados a los espacios domésticos y comunitarios.
Ya la CEPAL[3] desde el año pasado adelantaba que la crisis económica que generaría la pandemia golpearía con mayor fuerza a los sectores populares femeninos de América Latina. Estas estimaciones son ya una realidad y hemos visto que la COVID-19 es una enfermedad que afecta a toda la familia, y de manera particular a las mujeres que son en su mayoría las cuidadoras. Pero también hemos visto que las/los cuidadoras/es de una persona enferma de COVID, requieren movilizar una serie de recursos familiares y comunitarios para que les ayuden a realizar actividades de la vida diaria. Necesitan ayuda para ir a comprar alimentos, medicinas, rentar tanques y concentradores de oxígeno, transporte para ir a consulta médica. Preparar toda una logística para rellenar y cargar los tanques de oxígeno y colocarlos en la posición adecuada para optimizar el nivel de oxigenación de las personas enfermas, entre muchas otras cosas.
En este escenario, esperaríamos que la universidad pública, como institución formante de masa crítica y como productora de conocimiento, estuviera apuntando hacia enfoques colectivos, comunitarios en la atención a la salud y a la enfermedad, y no sólo a enfoques médicos, medicalizantes o psicologizantes en la atención a la COVID-19. Esperaríamos que la universidad pública conquistara esos espacios que han sido largamente invisibilizados por el capitalismo rampante que deshumaniza y descolectiviza los problemas sociales. Esperaríamos que la universidad pública rompa con la lógica de crear consumidores de salud (física y mental) que busca de manera compulsiva los efectos de la pandemia sólo en su dimensión física, psicológica y emocional. No porque la salud mental no sea importante, sino porque crea “soluciones” individuales a un problema de salud que precisa ser resuelto de manera colectiva.
Esperaríamos que la universidad pública no se adscriba de manera acrítica a los discursos de la resiliencia, de “lo positivo”, del coaching, o del manoseado y distorsionado desarrollo humano rogeriano como recurso político o de propuestas de intervención social. Las expresiones de este último han caricaturizado la salud mental y el origen del yo, creando ideales psicológicos que abusan de la noción de esfuerzo propio y autorrealización. El alejamiento de esos ideales han patologizado la vida cotidiana y el sufrimiento psíquico, fundiendo, como diría Eva Illouz[4], la idea de que salud y autorrealización son lo mismo y proponiendo atención terapéutica para todas aquellas personas “no realizadas”. Por todo ello, perpetuar los relatos antes dichos sería un acto poco responsable y serio en un país que hasta el momento ha registrado más de 160 mil muertes por COVID-19, con estimaciones que pronostican llegar a 250 mil y que continúa apostando mayormente por la atención médica, psicológica y hospitalaria desde aproximaciones individualizantes.
Reiteramos que la COVID-19 es una enfermedad cuyos efectos requieren una solución de carácter comunitario, no sólo psicológico o médico y por ello la universidad pública tendría que ser cuidadosa en favorecer investigaciones o propuestas de intervención que, como dice Illich, medicalizan las manifestaciones sociales de la salud “hasta el punto en que toda desviación ha de tener una etiqueta médica”, generando procesos de estigmatización que poco abonan al afrontamiento de este problema socio-sanitario.
[1] Illich, Iván. (2006). Obras reunidas I. México, FCE. Obra original de 1975.
[2] Secretaría de Salud. (2020). Lineamientos de Manejo General y Masivo de Cadáveres por COVID-19. (SARS-CoV-2) en México. Versión 21 de abril de 2020 [Consultado el 12 junio de 2020]. Disponible en: https://coronavirus.gob.mx/wp-content/uploads/2020/04/Guia_Manejo_Cadaveres_COVID-19_21042020.pdf México, Secretaría de Salud.
[3] CEPAL (2020). Informe especial Covid-19. No. 3. El desafío social en tiempos del COVID-19. Disponible en https://repositorio.cepal.org/bitstream/handle/11362/45527/5/S2000325_es.pdf
[4] Illouz, Eva. (2012). Intimidades congeladas. Las emociones en el capitalismo. España: Katz.
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