
En estos momentos parece no haber noticia más importante que la evolución de la pandemia por el SARS-Coronavirus-19. Desde enero, hemos podido apreciar cómo el mapa mundial elaborado por la Organización Mundial de Salud (OMS), se ha teñido poco a poco en rojo: el color usado para trazar la ruta del virus alrededor del globo. Confinadas en nuestras casas, muchas personas anhelamos el día cuando todo vuelva a la normalidad, cuando podamos retomar nuestra vida acostumbrada, cuando todo sea como antes. Solemos pensar que en el momento en que se cuente con una vacuna, que nos otorgue inmunidad, esta pesadilla habrá sido superada y nuestra vida retornará a lo que era. ¿Pero es posible regresar a la ‘normalidad’ pre-COVID-19? Más importante aún: ¿debemos querer regresar a tal ‘normalidad’? ¿O no es precisamente la ‘normalidad’ de ‘antaño’ la que nos tiene ahora confinados/as? ¿Apunta, pues, este virus a algo más que a la actual epidemia; a algo que no hayamos aún visto o que no queremos ver? ¿Cómo se posiciona la comunidad universitaria antes estos retos?
El 6 de abril pasado, el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) publicó un muy importante manifiesto sobre sobre el COVID-19[i], que ha circulado poco en los medios de comunicación habituales y que sólo una pequeña parte de la población conoce. En dicho documento el organismo internacional nos alerta que: “La actividad humana ha alterado prácticamente todos los rincones de nuestro planeta, desde la tierra hasta el océano. Y a medida que continuamos invadiendo implacablemente la naturaleza y degradando los ecosistemas, ponemos en peligro la salud humana. De hecho, 75% de todas las enfermedades infecciosas emergentes son zoonóticas, es decir, se transmiten de los animales (ya sean domésticos o silvestres) a los humanos.” Aunque superaríamos el COVID-19, nuestra forma de producir nuestras vidas nos expondrá a nuevos riesgos en el futuro. De hecho, los biólogos están convencidos que el Siglo XXI no solamente será el siglo de los efectos provocados por el calentamiento global, sino también de las epidemias. Un riesgo sanitario particularmente grande emana de la industria de la carne que concentra cientos de miles de animales (puercos, reses y aves de corral) en espacios reducidos y en condiciones deplorables. El debilitamiento del sistema inmune de los animales por la forma como son criados convierte a estas industrias en focos de infección latentes. Si bien las enfermedades de origen bacteriana son controladas a través de la administración de antibiótica, nada se puede hacer para evitar las infecciones virales y la transmisión de virus de animales a humanos como ha sucedido en el caso del SARS en 2003, la gripa porcina en 2009 y el MERS en 2012. No es nuestra intención de asignar la responsabilidad de pasadas y futuras epidemias sólo a esta rama industrial. Ella representa sólo un botón de muestra de cómo las sociedades modernas nos relacionamos con la naturaleza. Como científicos y científicas sociales y naturales estamos convencidos/as que nuestro modelo de vida basado en la explotación brutal de la naturaleza ha llegado a un punto de no retorno.
El apremio de un futuro oscuro no nos permite postergar más un proceso colectivo de reflexión para encontrar estilos de vida y modelos de sociedad que sean más sustentables que los actuales. Aún carecemos de claridad suficiente de cómo organizar una sociedad postcapitalista sustentable. ¿Cómo debe ser esta sociedad? ¿Qué relaciones deberán regir el intercambio entre sus integrantes y entre la sociedad y la naturaleza? ¿Qué necesitamos producir, en qué cantidades y de qué manera para poder mitigar los efectos del cambio climático, evitar el colapso inminente de ecosistemas terrestres y marítimos y para asegurar el futuro a nuestros hijos/as y nietas/os? ¿Cómo distribuir los bienes que producimos, de forma que no caigamos en los mismos abismos de desigualdad, pobreza y destrucción ambiental que en la actualidad? Dentro de este canon de preguntas hay una que – como científicos y científicas – nos parece particularmente importante: ¿qué tipo de ciencia necesitamos? Estamos convencidos/as que la ciencia puede aportar datos e información muy relevantes para la discusión de las preguntas anteriores, pero también estamos conscientes que la ciencia moderna es parte de los problemas que hoy afrontamos. La ciencia y la tecnología han sido los instrumentos dóciles para llevar a cabo el ilusorio y destructivo intento de poner la naturaleza bajo nuestro control. Justamente por ello, nos debemos replantear, en un mismo ejercicio reflexivo, el tipo de ciencia y el tipo de sociedad a la que nuestro trabajo pretende abonar?
Sin lugar a duda, las preguntas por nuestro futuro común como humanidad conciernen a toda la sociedad. No obstante, creemos que las universidades públicas tendrían que asumir un papel destacado porque concentran la mayor parte del potencial racional de nuestras sociedades. Desde hace décadas, filósofos, sociólogos, antropólogos y científicos naturales han alertado con su visión crítica y con admirable persistencia del rumbo pernicioso que nuestras sociedades capitalistas han seguido; han advertido de los riesgos que corren las generaciones futuras y han dibujado sendas hacia soluciones posibles. El eco que han encontrado en los gobiernos y entre los empresarios ha sido escaso. Lo que más sorprende, empero, es el hecho que las mismas universidades, donde laboran, no les hayan prestado mayor atención ni mucho menos hayan realizado algún esfuerzo por convertir a la universidad nuevamente en un espacio de reflexión y debate sobre los retos presentes y futuros.
Esta reacción no puede sorprendernos mayormente. Las políticas neoliberales han convertido a las universidades públicas en todo el mundo en organismos cuasi-empresariales guiados por la razón pragmática. El tipo de ciencia que importa y que es apoyado con cuantiosos recursos es la que genera patentes, la que atiende el mercado (los grandes capitales y el Estado) y la que crea ingresos palpables para las mismas instituciones. Poco preocupan en este contexto las implicaciones éticas o políticas de la tecnociencia (salvo que sean ventiladas en la prensa) ni el tipo de sociedad al que la universidad abona. La aparente ceguera política constituye, empero, una postura política a favor de un proyecto de sociedad que nos ha llevado al abismo.
En México, el compromiso de la universidad pública con los poderosos intereses políticos y económicos, que pretenden sostener contra viento y marea el modelo neoliberal, queda patente en el ámbito de la formación del estudiantado. A través de sus modelos educativos, las universidades públicas han hecho hasta lo imposible para subvertir el potencial reflexivo-crítico de estudiantes. Y han tenido éxito. Ello no es responsabilidad de las comunidades académicas, que integran estas instituciones de educación superior, sino de las altas burocracias que se han apoderado de las mismas y que defienden sus posiciones arguyendo contar con la autonomía universitaria. Pero la alta burocracia universitaria no representa a las comunidades académicas sino sólo a sí misma y a su clientela política y empresarial. Por lo mismo es incapaz e indispuesta para poner nuevamente las instituciones de educación superior en el camino de la reflexión y la discusión política crítica.
Estamos convencidos/as que sólo la democratización de la vida universitaria, la reconversión de las universidades públicas en espacios libertarios de crítica y análisis y el impulso a una ciencia comprometida con la sociedad (y no con el gran dinero) podrán otorgar a las universidades públicas la relevancia sociopolítica que la sociedad les demanda en estos momentos tan difíciles. La humanidad requiere de nuevas ideas, porque un retorno a la normalidad pre-COVID-19 – equivalente a la reafirmación del modelo neoliberal – equivaldría a un suicidio colectivo.
[i] (https://www.unenvironment.org/es/noticias-y-reportajes/declaraciones/declaracion-del-programa-de-la-onu-para-el-medio-ambiente-sobre
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