
Confesiones de un profesor de cátedra
Mauricio Argüelles
Como profesor he sido afortunado de vivir grandes experiencias dentro del ambiente académico de la Universidad Autónoma de Nuevo León, prestigiosa institución gracias a la cual la comunidad neolonesa se ha beneficiado con la generación y difusión de conocimiento, tecnología, arte y cultura. Sin embargo, con el devenir del tiempo he constatado cómo en esta institución no cumplimos ya cabalmente con la encomienda que como Universidad Pública y Autónoma se nos demanda. Al menos las condiciones no están dadas para todas las Facultades y Centros de Investigación: hacia afuera mostramos la Universidad de competencia internacional, que defiende la libertad de expresión y la democracia interna, que cuenta con buenas condiciones de trabajo. No obstante, por años hemos invisibilizado la Universidad —que también existe— precaria, desigual, sometida, y de condiciones poco propicias para ejercer la docencia y la investigación.
Aunque insistimos en mantener una imagen de nuestra escuela como baluarte de la reflexión, sabemos que dolorosamente hemos abdicado de nuestro papel como alentadores del pensamiento crítico. Muchas veces la dignificación del ser humano y el respeto a la diversidad los promovemos sólo en las aulas y en estatutos normativos. Nos solazamos de admiración cuando nuestros estudiantes cuestionan el aumento de tarifas en un sistema de transporte público deficiente, cuando denuncian el acoso sexual y el ambiente machista y misógino dentro de la propia institución, cuando exigen mayores zonas peatonales dentro del campus. Como profesores parecemos emular a estos muchachos y muchachas cuando nos alzamos como defensores de causas nacionales o abstractas, pero cuando se trata de impulsar el cambio social en nuestro ambiente más inmediato, el laboral, nos empeñamos en mostrar una cara lo más disímbola posible respecto de la que muestran estos jóvenes: optamos por la autocensura y el silencio. Esto sucede pese a nuestras maestrías y doctorados, a nuestro tercer o cuarto idioma, a que tal vez conocemos Europa o Sudamérica, a que quizás hayamos leído cientos o miles de libros.
En todo caso, día con día y codo a codo con la Administración en turno, persistimos en reproducir un modelo perfecto de precariedad y control en el trabajo. Este esquema de control laboral es parte de un sistema complejo; sus principios no están escritos en papel alguno, sino que están inscritos en las voluntades de los docentes, quienes en el discurso nos hacemos pasar por los adalides del pensamiento crítico siendo que en realidad somos los perpetradores de la cultura del sometimiento. Actuamos incluso como censores de la disidencia: ay de aquél que ose confrontar al sistema, será acallado por los mismos colegas que unos minutos más tarde motivarán a sus estudiantes para que no decaigan en sus ideales por cambiar el mundo. Tal es la paradoja que vivimos en nuestra Universidad.
Parte esencial del control laboral es el sistema de premios y castigos, sistema que implícitamente dota a la Dirección en turno del poder de asignar prerrogativas y sanciones con base en la lealtad sin condiciones. Nos aterra que al exteriorizar nuestra opinión anulemos la posibilidad de la promoción laboral, o que incluso caiga sobre nosotros todo el peso de la represión ideológica. “No patees el pesebre”, es nuestra frase favorita para justificar la mediocridad y el sometimiento, y soportamos así la vergüenza de constatar que nuestros estudiantes aplican lo contrario a lo que nosotros practicamos.
Este sistema crea un ambiente de incertidumbre permanente, y sobre todo, de una férrea lucha por lograr la complacencia de las autoridades, lo cual, antes que promover la socialización, incentiva el individualismo. No existen los colegas, sino los competidores. Repetimos la idea de que “mientras existan beneficios para mí, entonces todo está bien”. Se desvanece la idea de comunidad, de trabajo en equipo, e incluso de valores como la solidaridad, la empatía, la camaradería. Todo esto pese a que en muchas de nuestras Facultades nuestro tema esencial es el ser humano y la cultura.
Sin embargo, esto no puede permanecer así. No es justo que actuemos como meros reproductores de la autoexplotación y el servilismo laboral, que sacrifiquemos nuestro espíritu reformador en aras de lograr intereses que sólo abonan al beneficio privado en detrimento del carácter público que tiene (debería tener) nuestra Universidad. Nos urgen Facultades que trabajen con reglas y no con discrecionalidad, con institucionalidad y no con el revanchismo que cada nueva administración ejerce sobre el grupo opositor. Tenemos que acabar con los vaivenes autodestructivos de la política interna. ¿Cómo es posible que critiquemos a los gobiernos que anteponen lo político-electoral al bienestar ciudadano, si nosotros replicamos esta práctica?
Nos urge una Universidad donde impere la libertad de expresión no sólo en los estatutos, sino en los hechos, donde rompamos la falsa creencia de que únicamente en el retiro o cuando seamos profesores consolidados nos será permitido expresarnos libremente (no habría interés más mezquino que hablar de las condiciones de nuestra Universidad sólo una vez que estemos encumbrados en el poder y sin haberlo expresado desde ahora, desde la base). Tenemos que terminar con el típico señalamiento que estigmatiza la crítica como afrenta. Transformar nuestra Universidad, volverla realmente autónoma, es tarea que convoca a todos. Como comunidad de docentes debemos sumar y no restar, hacer un llamado a la inclusión y no a la división. Permanecer callados, segregados y esperando que algún día se nos otorgue el anhelado tiempo completo, logremos el retiro y nos llegue tranquilamente la muerte, sería desesperanzador. La vida es ahora. Cuando termine todo para nosotros ya no habrá oportunidad de hacer nada.
Y porque deseamos fortalecer nuestra Universidad debemos hacer todos los esfuerzos posibles por mejorar nuestra situación laboral. Urge que en todas las Facultades se implementen protocolos que prevengan las situaciones de acoso laboral. Los propios profesores —de planta o de contrato— debemos salir del letargo y reticencia en que hemos caído respecto de nuestra situación como empleados, por lo que urge la instalación de mesas de consulta permanentes sobre derechos laborales. Necesitamos pugnar porque las promociones laborales y las plazas de tiempo completo se asignen mediante concursos de oposición abiertos y transparentes (empezando con la operación autónoma de verdaderos consejos académicos); necesitamos reglas claras en la asignación de presupuestos para la investigación y descargas académicas para incentivar ésta (en algunas de nuestras escuelas aun los profesores de planta y pertenecientes al Sistema Nacional de Investigadores deben cubrir 20 horas semanales frente a grupo, lo cual vuelve una proeza mantenerse dignamente en la carrera de investigador); debemos terminar con la visión endogámica de las facultades que sólo brindan oportunidades laborales para sus egresados o cuando mucho para graduados de la propia Universidad, con lo que se pierde la oportunidad de contar con la visión y metodología de profesores de otras universidades de prestigio. Además, nuestro trabajo como docentes debe ser valorado más allá de una mirada subjetiva (la mayoría de las veces no importa si ofrecemos la peor o la mejor de las clases, todo parece ir bien mientras no existan quejas de los estudiantes o mientras estemos plegados al poder de la Administración).
Como profesores —sobre todo los de contrato— debemos estar conscientes de que muchas facultades financian su operación gracias a que aceptamos un número de horas-clase que va más allá de la lógica de la salud y el bienestar, pagadas con salarios no decentes, bajo contrato temporal y sin prestaciones de seguridad social (en este tema particular, debemos saber que en algunas universidades privadas de Monterrey sí se dignifica el trabajo del maestro de cátedra con prestaciones como fondo de ahorro para el retiro e INFONAVIT, al menos mientras dura el ciclo escolar, prestaciones que la UANL no brinda a los profesores de cátedra bajo el amparo de que está regida por un obsoleto y aberrante reglamento interno). Así también, como maestros de cátedra no debemos aceptar que semestre tras semestre, bajo el argumento de la demora en los trámites de recontratación en Recursos Humanos, en algunas Facultades nos comiencen a pagar nuestro sueldo hasta tres meses después de iniciadas las clases, en lugar de que exijamos que la Facultad contrate un préstamo para financiar el cumplimiento a tiempo en sus obligaciones. En suma, necesitamos que toda esa loable iniciativa que mostramos cuando luchamos por los derechos de los más desfavorecidos o cuando suscribimos cualquier documento que defienda nuestros valores insignia como universitarios, la traslademos primero hacia la lucha por dignificar nuestras condiciones de trabajo como docentes o trabajadores de la Universidad.
Y por nuestra dignidad e ideales como profesores e investigadores y sobre todo como seres humanos, y sobre todo por nuestros estudiantes, quienes han creído o alguna vez creyeron en nosotros, es por todos ellos y por nosotros por quienes debemos hacer los mayores esfuerzos posibles por recuperar la dignidad y el espíritu crítico, y recuperar el orgullo —que en realidad siempre ha estado ahí— por ser parte de esta comunidad que nos congrega pero que ahora nos unirá más.
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