
En 2013, Margaret Vickers publicó en la Revista “Administration & Society” un artículo sobre la corrupción en la educación superior australiana. En su estudio, la investigadora amplía el tradicional concepto de corrupción al insistir que éste no sólo abarca actividades ilegales – como la desviación de recursos públicos – sino que incluye también todo tipo de “acciones irregulares adoptadas de forma deliberada o intencional”. Entre estas ubica “el uso indebido del conocimiento, el poder o los recursos para beneficio personal o beneficio de otros” o “actos deshonestos o injustos, abuso de la confianza pública para obtener ganancias privadas (poder, ganancias, estatus, prestigio)” (Vickers, 2013, p. 17). Actos corruptos no necesariamente vulneran las leyes. Sin embargo, todos rompen con una eticidad fundamental que ha dado lugar a la creación de las instituciones públicas y que otorga sentido a su quehacer: el bien común. La corrupción es el medio para remplazar el bien común como objetivo y meta de las instituciones por el interés privado y particular.
No cuesta mucho trabajo situar en esta trama putrefacta y carente de ética a las universidades públicas mexicanas, federales y estatales; grandes y pequeñas. A principios de febrero pasado, por ejemplo, la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas publicó una lista de 13 aspirantes a la Rectoría que habían sido aceptados/as de los/las 22 candidatos/as iniciales. Entre las personas excluidas se encontró un académico de renombre a nivel nacional e internacional, especialista en materia de educación superior y políticas universitarias. A pesar de cumplir con todos los requisitos de la convocatoria y un curriculum académico intachable, la autoridad universitaria descartó su postulación sin comunicarle siquiera las razones de su exclusión. Pocos días después de la publicación de la lista final, un columnista de un periódico chiapaneco emprendió una campaña de difamación contra tal académico. El objetivo era claro: se trataba de desacreditar a alguien con fuerte apoyo en la comunidad universitaria, pero incómodo para el grupo en el poder (Diario Contra Poder en Chiapas, 04/03/2021). Un rectorado bajo su dirección no garantizaría la supervivencia de las facciones en el poder porque no hubiese suscrito el pacto de impunidad entre la administración saliente y la entrante y no hubiese permitido la continuación de los negocios turbios al interior de dicha institución de educación superior (IES).
La Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas no constituye, por supuesto, la manzana podrida en el universo de las IES públicas en el país. A lo largo de las pasadas tres décadas, las universidades públicas se han transformado – con el visto bueno de los gobiernos federal y estatales – en un pantano del que la Estafa Maestra es sólo la punta del iceberg. Muchas instituciones de educación superior representan un lodazal financiero y político defendido a capa y espada mediante la referencia a la ‘autonomía’ universitaria.
Entre el amplio instrumentario creado para proteger la opacidad institucional figuran las técnicas de control de la sucesión de las élites burocráticas. Una revisión de los currículos académicos de la alta burocracia universitaria exhibe, por ejemplo, sus escasas credenciales académicas: prácticamente ningún/a rector/a o director/a de Facultad o Escuela ha sido reconocido por el Sistema Nacional de Investigadores, institución que aglomera a los talentos universitarios más destacados. Pero si no se necesita ser un/a sobresaliente académico/a, ¿qué criterios deciden entonces la integración de un/a universitario/a a la alta burocracia?
La Universidad Autónoma de Nuevo León arroja luz a esta pregunta. Desde hace dos décadas aproximadamente, la sucesión en los puestos directivos es negociada entre el/la directora/a en turno, algunas pocas personas ‘influyentes’ (internos o externos) y la rectoría. En tanto que aún al principio del milenio las elecciones a director/a motivaron la formación de diversas planillas de aspirantes, las que se disputaron el voto del profesorado y del estudiantado a través de su diagnóstico y su propuesta de desarrollo institucional, en la actualidad la competencia ha quedado remplazada por la figura del/a candidato/a de ‘unidad’, término eufemístico para referir a la imposición desde arriba. Hoy por hoy, un aspirante no requiere la confianza de la comunidad académica; no necesita presentar una trayectoria académica de alto nivel; no se espera y ni se desea que tenga espíritu crítico, capacidad de análisis sobresaliente o un compromiso académico y ético con los destinos de la institución. Para ocupar un puesto se debe mostrar lealtad, es decir, saber obedecer incondicionalmente a los mandatos de arriba; cerrar los ojos ante incongruencias éticas y académicas y tener la ‘camiseta bien puesta’ para defender hasta lo indefendible. En la UANL, la epidemia de COVID ha agregado a este escenario una nota especial: la suspensión de las elecciones a director/a en diversas Facultades. Desconfiando de su capacidad de controlar por vía remota el ‘voto libre’ y ‘secreto’ de profesores/as y estudiantes, la rectoría ha optado por suspender las elecciones en varias dependencias y ha nombrado al/a directora/a saliente como coordinador/a. La epidemia ha puesto pues en evidencia el autoritarismo de un grupúsculo de burócratas dispuestos de suspender los procesos democráticos básicos para salvaguardar sus intereses.
La mecánica de sucesión a nivel de las Escuelas Preparatorias y Facultades opera también a nivel de la Rectoría. El 17 de abril pasado, el periódico El Norte adelantó (sección Maquiavelo) que: “…el Rector de la UANL, Rogelio «El Ranchero» Garza, decidiera por sus pistolas adelantar para mayo su sucesión, … CUENTAN que las negociaciones y lealtades rancheras están más que amarradas y definidas a favor de Santos Guzmán… los universitarios ya tienen su gallo y será entronado en breve…” De confirmarse este rumor, una sola persona, el rector, determinará en función de sus “negociaciones y lealtades” a quien entregará el mando. Pero se equivoca el periódico cuando afirma que los universitarios tuviesen ya su gallo. Ni el rector actual, ni la persona por él designado tienen el apoyo de la comunidad universitaria. Por esto su designación no se realiza vía elecciones universales, secretos y libres.
Si reconectamos la realidad universitaria en el país con la propuesta de Margaret Vickers, podemos afirmar que la cancelación de los procesos democráticos en las universidades públicas constituye un acto de corrupción. Uno entre muchos, aunque uno de los más significativos en cuanto a su impacto en todo el tejido universitario. No obstante, no pretendemos inculpar a individuos particulares de tal debacle institucional. La corrupción sólo puede existir a través de una red de relaciones de complicidad al interior y con el entorno político externo; requiere pues de la cooperación entre muchos actores y dispositivos de socialización que incitan la participación activa de unos y el silencio de muchos otros. Sobra decir que no se logra erradicar la corrupción a través de la publicación de un nuevo discurso ético, sino sólo por medio de la colaboración entre Estado y comunidad académica. Al gobierno le compete sancionar los actos ilegales; a la comunidad académica denunciar las patologías administrativas y del manejo de poder y reconquistar formas de auto-gobierno universitaria que merezcan el calificativo de democráticas Esperamos que los cambios políticos de este año aligeren esta gran tarea.
Referencia:
Vickers, Margaret H. (2013). “Workplace Bullying as Workplace Corruption: A Higher Education Creative Non-fiction Case Study”, Administration & Society, 46(8), 960-985.
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