
Desapariciones, cultura juvenil y los sin sabores de una sociedad emprendedora
Veronika Sieglin
Desafortunadamente, en Nuevo León la desaparición de mujeres se ha convertido en un fenómeno común. Si las familias y amistades de las jóvenes desaparecidas no logran situar su caso en los medios masivos de comunicación, la sociedad regiomontana se olvida rápidamente de ellas – en caso que siquiera se entere – y sigue su curso ‘normal’. Sin embargo, tan rápido que un caso cause furor público, se activan las defensas colectivas contra cualquier posible asignación de responsabilidad. La cobertura mediática del caso de la joven Debanhi arroja luz sobre sobre: a) cómo se organiza esta defensa; y plantea a la vez (b) la pregunta acerca de aquello contra lo cual la sociedad neoleonesa se defiende. ¿Qué es lo que no debe entrar en la reflexión pública? ¿Qué debe mantenerse oculto y por qué y para qué?
Los aparatos centrales que se encargan de ‘blindar’ a la sociedad contra una eventual responsabilidad ética y política por acontecimientos que consternan y perturban a la población en general y despiertan un sentimiento colectivo de apremio, vulnerabilidad e inseguridad, son las instituciones jurídicas y los medios de comunicación masiva. Cada uno cumple una función específica en los esfuerzos por apagar la efervescencia pública y restablecer la ‘calma’. En el caso de las desapariciones, las instituciones de seguridad pública y procuración de justicia aportan explicaciones criminalísticas acerca de las características de las personas implicadas, sus conductas y motivos y eventualmente algún dato acerca de cómo se operó la desaparición. A menudo, las informaciones recopiladas son parciales, plagadas de errores procedimentales, omisiones, inconsistencias y/o pérdida de evidencias. Pocas veces las autoridades encuentran a las personas desaparecidas y casi nunca a los responsables. Los casos se cierran por inacción, resignación y olvido.
Cuando un suceso se sale de los canales institucionalizados y atrae el interés de un público creciente, los medios de comunicación masiva se hacen cargo. A través de reportajes y entrevistas recrean los movimientos de los individuos involucrados, interrogan actores claves y fabrican poco a poco narrativas que, por ajustarse al sentido común, ayudan a serenar al público alebrestado.
La entrevista que realizó una trágico-famosa conductora de la televisión local al padre de Debanhi ejemplifica cómo los medios asumen su función de apaga-fuego político. A diferencia de las instituciones de seguridad pública, los medios no están obligados aportar pruebas fehacientes. Por lo común, acarrean material siempre parcial y fragmentado sobre la vida y el círculo social de las víctimas para que los/las televidentes lo interpreten a partir de su sentido común y establezcan (en apariencia) sus ‘propias’ conclusiones a través de las cuales se suelen reafirmar las ‘verdades’ del imaginario dominante: que la culpa o la responsabilidad las tenían las víctimas y sus familias.
En el caso de Debanhi, la conductora de televisión remarcó una y otra vez que la chica había sido adoptada, que había tenido una vida social ‘intensa’ desde los 16 años de edad y que sus padres no le habían puesto límites, ni siquiera se habían preocupado por recogerla de las fiestas. Un día después de esta entrevista, el periódico El Norte retomó el tema de la adopción. Aún y cuando tal dato no tenga nada que ver con la desaparición, su reafirmación como nota periodística le asigna una relevancia explicativa en el imaginario común: sugiere un vínculo entre adopción y cuidados paternos. Queda en el público inferir aquel elemento que media entre la adopción y el cuidado familiar: el amor paterno. La supuesta ‘permisividad’ paterna (implícitamente significada de forma negativa como descuido, apatía, indiferencia, frialdad) termina por ser construida como resultado ‘natural’ de que los padres de la chica no hayan sido sus ‘verdaderos’ papás. Esta narrativa abre un campo de acción para las familias neoleonesas: se les invita a monitorear a sus hijos e hijas, rastrear y vigilar electrónicamente su paradero y hacer valer su autoridad incluso cuando sus vástagos sean mayores de edad. La solución sugerida es obvia: aquellos padres y madres, quienes aman de verdad a sus hijos/hijas, no tendrán que afrontar la desaparición de los/las mismos/as. Sobra decir que se trata de un pensamiento primitivo, rústico, burdo y alejado de la realidad.
Por lo común, los medios de comunicación ponen en circulación más información de la que realmente comentan y utilizan en la construcción de sus narrativas. Por ejemplo, en uno de los videos publicados por la Fiscalía de Nuevo León y retransmitidos por la televisión local se observa el ingreso de la joven y de sus dos amigas a una tienda para comprarse antes de la fiesta una botella de Vodka. Resulta llamativo que este hecho no haya generado similar furor periodístico que la adopción o la supuesta permisividad de los padres. Sin embargo, ¿por qué ser hija adoptada es noticia mediática, pero andar en plan de borracho o drogado no genera semejante escándalo? Probablemente porque la adopción constituye un rasgo particular de la chica que sirve para argumentar la responsabilidad de la familia; en tanto que el consumo de alcohol o drogas apunta a un fenómeno colectivo el cual no compagina con la auto-comprensión oficial de la sociedad neoleonesa.
La mirada sociológica asigna a los fenómenos sociales comunes una mayor relevancia analítica que a los factores singulares. Por lo mismo habría que preguntarnos del por qué la juventud regiomontana se refugia en el alcohol y las drogas en las muchas fiestas privadas y públicas. ¿Qué malestares ahoga? ¿Qué es aquello que no puede expresarse en una sociedad la cual se enorgullece de ser la número uno en inversión extranjera; la que se pavonea del espíritu inventivo de sus empresarios; la que postula el éxito y la opulencia como el fin principal de la vida; la que fanfarronea la laboriosidad de su ‘capital humano’; la que presume la paz laboral entendida como ausencia de huelgas y movimientos sindicales; la que se jacta de que su gente está ‘echada p’adelante’ y la que farolea sus actitudes siempre proactivas? En medio de tanta positividad ¿qué es aquello que debe ser callado, amordazado en la profundidad del alma, pero que retorna a través de la ansiedad, la depresión, los ataques de pánico, los intentos de suicidio y la violencia?
Las miserias de la vida no les son ajenas a los y las regios/as. Algunos/as pocos/as, terminan en los consultorios de psicólogos y psicoanalistas; otros/as más están habituados/as al consumo de calmantes. La mayoría busca refugio de sus desventuras internas en los malls, cines, casinos, cantinas, burdeles, tables y estadios de futbol. A la juventud le quedan, además, las muchas pachangas y fiestas privadas donde el alcohol fluye a raudales, las drogas abundan y el sexo casual es parte del ambiente fiestero. En fin, el consumismo y la búsqueda de un goce desbordante permiten a la población distraerse de aquello que estorba la aparente felicidad dentro de una sociedad emprendedora que carece de palabras para pensar y expresar lo que a menudo se manifiesta sólo mediante una sorda sensación de ansiedad, inquietud y malestar: estados afectivos difíciles de aguantar.
La lectura de la obra de Sigmund Freud “El Malestar en la Cultura” nos puede dar luz sobre esta cultura juvenil local y sobre las condiciones de vida y las perspectivas de futuro que la sociedad regiomontana oferta a sus jóvenes. Los grandes ídolos de la sociedad son sus empresarios. Para que algún día los/las jóvenes regios/as los puedan alcanzar, hay que prepararlos/as para que logren sacar lo óptimo de sí mismos y que sepan venderse en el mercado a la mayor tarifa posible. Las instituciones educativas y académicas, baluartes del emprendedurismo regio, se comprometen a convertirlos/las en seres útiles para el mercado y dotados/as con las competencias necesarias. La formación que se les ofrece es una oda al pragmatismo: deben aprender a pensar estratégicamente, saber imponer sus intereses propios, utilizar – quitados de la pena – a otras personas como recursos, triunfar sacando de la competencia a cualquier rival con los medios que fuesen necesarios, manejar las apariencias y probar siempre a sus empleadores que ellos sí valen la pena y se merecen una oportunidad. Deben saber obedecer, callar las injusticias, tolerar los monitoreos y mediciones constantes de su desempeño y controlar sus emociones al grado de alienarse de su vida interna. En fin, deben convertirse en empresarios/as de sí mismos/as: sujetos egoístas, egocéntricos, asociales y antisociales. Sólo así podrán aguantar una existencia precaria marcada por altibajos económicos ligados a la pregonada flexibilidad laboral (contratos temporales, sueldos variables, falta de derechos laborales). La contracara de este modo de vida y trabajo es la pérdida de vínculos profundos, la soledad, el sentirse abandonado y perdido; y el percibirse arrojado a un productivismo sin más sentido que el ganar dinero. Muchos/as se sienten utilizados/as, engañados/as o traicionados/as y sin esperanza de que algo pueda cambiar en el futuro. Perciben una falta, pero no cuentan con recursos intelectuales y políticos para relacionar su vacío existencial con el ideal neoliberal que les está marcando el paso y el cual ellos mismos reproducen en cada una de sus decisiones y acciones.
Bajo estas circunstancias, el malestar es canalizado hacia aquellas fuentes de satisfacción que la sociedad neoliberal ha previsto y que abonan a la valoración del capital: el consumismo, el sexo, el alcohol y las drogas, la socialidad siempre agresiva, el hedonismo, la novedad, la aventura y el riesgo incluso si ello significa poner en peligro la vida propia o la de los demás.
Este es el tema que no se ha querido tocar en los medios. El silencio que han guardado es tan ruidoso que obliga a la reflexión. La vida en esta urbe persigue sólo la materialidad; seduce con las apariencias. Por debajo se abren sótanos oscuros de cuya existencia no se quiere tomar nota, aunque todos/as saben que están allí. La desaparición de las jóvenes en Nuevo León se relaciona con lo que hay de tenebroso allí; con las pulsiones destructivas que se cultivan y las perversiones sexuales que florecen, que crecen, que salen a la superficie dejando tras sí un destello de devastación y desolación, y las que posteriormente son enterradas nuevamente por la corrupción, la complicidad y la convicción de que es mejor no saber. ¿No sería tiempo de abrir por fin los ojos?
Comentarios recientes