
El confinamiento por el Covid-19 ha creado un espacio abierto de discusión acerca del sistema social en el que vivimos y su funcionamiento. Se ha vuelto una noción compartida la necesidad de discutir el orden social actual, sin embargo esta discusión se hace desde visores de poder diferenciados. Por tanto, existen planteamientos de cómo mejorar el sistema actual para reforzarlo, mientras otros abogan por una transformación radical del sistema para que no vuelvan las condiciones que hicieron posible el surgimiento de la pandemia, en primer lugar. La Ciencia, es uno de los elementos del sistema social que debería ser revisado en este último sentido.
El lugar común acerca de la imperiosa necesidad de no volver a la normalidad pre pandemia debería tener un impacto importante en el desarrollo y la concepción misma de la Ciencia en México. Lo que se puede identificar de manera muy general como “Ciencia Normal” en los términos de Thomas Kuhn, en México ha servido para ayudar a perpetuar un paradigma de sociedad basado en la explotación, el despojo y la depredación social y ambiental. Nunca han faltado cientistas naturales y sociales para justificar (y en algunos casos beneficiarse) del despojo de tierras y territorios de pueblos originarios y campesinos, las privatizaciones de activos públicos, las políticas económicas que favorecen al capital y al libre mercado y desvalorizan el trabajo, el uso de semillas transgénicas y herbicidas tóxicos y un sinfín de objetos y prácticas que pulverizan el tejido social y destruyen la naturaleza.
De ahí que cobra relevancia el problema de crear condiciones para la constitución de un cambio de paradigma, una “Ciencia Revolucionaria” en términos epistemológicos. Lo que en las condiciones actuales parece una empresa escabrosa y lejana pues el diseño de la ciencia, en correlato con el diseño social general se encuentra dominado por intereses y anti-valores que cercenan la imaginación y la creatividad necesarios para pensar otras formas de interpretar (y por ende transformar) el mundo. Otra forma de ejercer la ciencia en las instituciones en donde se construye el conocimiento científico difícilmente podrá surgir del actual diseño institucional en dichos establecimientos. Pero sobre todo las universidades públicas nacionales y estatales, constituídas durante el siglo XX como cajas de resonancia política de poderes y cacicazgos nacionales y regionales tienen una tarea compleja en trascender décadas de culturas políticas e institucionales fincadas en el acallamiento de la crítica, la sumisión y obsecuencia al poder en turno y el acatamiento a los cambios académicos diseñados desde arriba sin participación, o con una participación cosmética, de sus comunidades. Para lograr eso tendría que constituirse una masa crítica de las comunidades universitarias que removiera el letargo despótico y autoritario de sus instituciones y que pusiera en movimiento una energía social que hasta ahora ha estado dormida ayudando a apuntalar un orden jerárquico que acaba con la creatividad desde antes de nacer.
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El locus de enunciación de la ciencia ha estado demasiado tiempo pensado en términos de favorecer el sistema de relaciones sociales del capitalismo. En el sentido común institucional aún sigue arraigada la concepción de la articulación entre empresas capitalistas y universidades, propio del modelo norteamericano de educación superior que favorecía la construcción de espacios de investigación científica fondeada estatalmente para transferir tecnología y conocimientos a la industria privada. No pocos de esos proyectos y fondos se relacionaban con la industria de las armas y la guerra. En México, algunas de las universidades más grandes han retomado ingenua y acríticamente este modelo que cada vez más es puesto en cuestión en el mismo Estados Unidos. Baste recordar las enormes pifias cometidas por la UNAM en sus convenios de “bioprospección” con universidades y laboratorios norteamericanos que buscaban extraer conocimientos sobre especies vegetales y seres humanos en zonas de enorme biodiversidad en México para después patentar y obtener beneficio exclusivo de este conocimiento, sin contraprestación alguna para la UNAM y no se diga para las comunidades prospectadas. Solo una intervención puntual de miembros de la comunidad universitaria y científica en México pudo echar abajo ese convenio desastroso y establecer una moratoria a este tipo de proyectos extractivos del conocimiento ancestral y popular. En la UANL por otro lado, la convicción productivista y empresarial de su diseño institucional sigue apostando a la articulación de sus planes y programas de estudio así como de la investigación, a los intereses y necesidades del capital local y transnacional. La certificación obsesiva de sus programas de estudio de licenciatura y posgrado con acreditadoras de todo tipo para obtener un supuesto reconocimiento del valor y calidad de sus programas, implican una sangría constante de recursos públicos que podrían utilizarse en cuestiones más apremiantes. Y en el ámbito de la investigación, lo que en el noreste se llama “pertinencia social” de las investigaciones, casi siempre refiere a la capacidad de vender algún tipo de resultado de las mismas y obtener dividendos de cualquier tipo, sea por medio de patentes que se pueden comercializar en la empresa privada o a través de diseño de modelos de intervención social en diversos ámbitos que pueden ofrecerse en el sector público como panaceas del control social.
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Es este paradigma de universidad y de ciencia el que nos ha traído hasta el desastre en que nos encontramos. La UANL y el sistema de universidades en México no podrán seguir perpetuando un modelo de construcción del conocimiento para apuntalar el mismo sistema de relaciones sociales que constituye la espina dorsal de la desigualdad y exclusión por causa de género, clase social y pertenencia étnico-racial que ha aflorado en la pandemia por Covid-19. Es necesario cuestionar que la universidad en Nuevo León y en muchas otras partes acepten como únicos interlocutores válidos a las instituciones estatales y la empresa privada. El conocimiento científico debe pensarse como un bien común y no un bien a privatizar o comercializar y se debe construir lazos con otros sujetos y formas de crear conocimiento. La extensión universitaria debe concebirse como una forma de articulación de la universidad y sus capacidades con las necesidades y problemas sociales más sentidos, no solo aquellos que propician el mantenimiento de un orden social precario, sino de aquellos que fomenten procesos de contestación y cambio. De otra forma las universidades podrían llegar a convertirse en entes irrelevantes o innecesarios merced a su enorme desconexión de las problemáticas societales complejas o su tratamiento superficial de las mismas.
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Si algo nos muestran las rebeliones y los levantamientos sociales, como aquellos que cundían por el mundo hasta antes de la declaratoria de la pandemia de Covid-19 y los que han estado ocurriendo a raíz del asesinato del ciudadano afroamericano George Floyd en Estados Unidos es que la historia se revoluciona en esos momentos de agitación e incertidumbre social. Las antiguas certezas, los sistemas institucionales y los diseños de relaciones sociales concebidos como inamovibles hasta ese momento a fuerza de la repetición y la propaganda, son puestos en cuestión y su naturaleza debatida y discutida. En no pocos casos, esta politización de la vida social transformará dichas certezas y relaciones sociales, en otros barrerá incluso con instituciones como las conocemos. Aunado a las crisis provocadas desde abajo por los levantamientos sociales, la crisis que se está precipitando como una cascada por flujos, producto de la pandemia mundial del Coronavirus, nos exigirá estar preparados para enfrentarnos a situaciones inéditas y hacer de la necesidad virtud y construir nuevas certezas, o recuperar otras que hemos olvidado. Para ello una ciencia a ras de tierra que sea tomada de lleno por los problemas sociales más acendrados y profundos y los sujetos que los enarbolan (mujeres, pueblos indígenas organizados, buscadores de desaparecid@s, estudiantes y jóvenes, pobladores, trabajador@s) será cada vez más necesaria y urgente. Las razones para ello son múltiples, de entre ellas no son menores la urgencia de evitar la catástrofe ambiental y la de recuperar para la profesión científica la dignidad de una pequeña luz que ayuda a alumbrar la oscuridad del mundo.
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