A ti, maestro, maestra (a distancia)

Mauricio Argüelles

Confinados en nuestros propios hogares devenidos en celdas voluntarias ante la amenaza del COVID-19, profesores y profesoras de todos los niveles educativos en México compartimos una tarea: reconstruir el mundo de nuestras antiguas aulas dentro del esquema de educación a distancia. Nos sabemos afortunados de mantener un trabajo remunerado en vísperas de una nueva Gran Depresión como la que sólo conocieron los abuelos o bisabuelos en la década de 1930. El miedo al contagio –o peor, a contagiar a los más vulnerables– nos impele a resguardarnos, y el anhelo por perpetuar el mito arquetípico del docente de verdadera vocación nos mantiene empeñados en justificar lo que en un contexto fuera de la desgracia sería interpretado como autoexplotación laboral. Sin embargo, coadyuvar junto con nuestras instituciones a que nuestros estudiantes prosigan con su ciclo escolar es nuestra manera de contribuir a que en plena pandemia el mundo sea más soportable.

            Aun así, el teletrabajo ha motivado que todo colega de cualquier nivel educativo revalore lo que cuesta mantener viva una clase. Ante la imposibilidad del contacto en persona sucede que todo hay que reconstruirlo: formas de comunicación, evaluación y retroalimentación hacia los estudiantes; contenidos en múltiples formatos y presentaciones; actividades de participación; en sí, la clase misma. No hay ya gastos por traslado pero sí una enorme inversión de nuestros propios recursos, además de un apoyo incansable –hay que decirlo– del equipo de compañeros y compañeras de nuestros departamentos administrativos y académicos, quienes comparten las mismas condiciones del trabajo a distancia. Porque si bien docentes, coordinadores, asistentes, técnicos, trabajamos dentro de nuestra casa y supuestamente “con todo el tiempo del mundo”, en realidad nuestros hogares se han transformado en improvisadas oficinas equipadas con acceso a internet (precario o de alta velocidad), computadora con cámara web (obligatoria) y el cruel grillete del celular que nos convierte eventualmente en profesores 24/7. (Poquísimas personas en el mundo académico se erigen como tercos e incansables –pero también heroicos– guerreros que asumen los costos cada vez más altos que implica no contar con un teléfono móvil). Comprendemos que todo esto no tiene sentido si no va aparejado del esfuerzo –y un gran desgaste también– de nuestros estudiantes. Sobre todo en los niveles de educación media superior y superior, nunca antes habíamos visualizado tan claramente la figura del estudiante de tiempo completo.

La necesidad de capacitarse en el uso de deslumbrantes recursos tecnológicos ha sido estimulante pero también encierra una previsión desgarradora: en las nuevas generaciones de maestros se valora crecientemente la capacidad de adaptabilidad a las nuevas tecnologías mientras que la tardanza para aprender en los más grandes se convierte en un escollo, al tiempo que los conocimientos pedagógicos y la epistemología de nuestros saberes se van transfigurando en recetas resumidas en bullets de Power Point. El impedimento para poder verse cara a cara con los estudiantes y el uso intensivo de la tecnología nos han llevado a cuestionarnos preguntas antes obvias: qué es una clase, qué es aprender, qué significa ser docente. Incluso algunos nos preguntamos si lo que estamos haciendo ahora en el encierro realmente puede llamarse “clase”, si puede llamarse “enseñanza”, si los estudiantes realmente aprenden o no, todo lo cual nos ha obligado a rehacernos como profesores.

Quizás alguien diría que todo docente debe reinventarse día con día, pues jamás ninguna clase es igual, lo que es parte de la magia de esta profesión: no es apta para gente que busca pronósticos autocumplidos; los imprevistos son una característica ineludible de este oficio. Sin embargo, en la educación a distancia se pierde esta magia de lo inesperado. Todo se vuelven pantallas y vistas planas, con gente hablando en videoconferencia de uno en uno y con el resto de los alumnos silenciados, y con actividades quizás demasiado rígidas porque pierden la socialización del contacto real. Lo imprevisto ahora se reduce a problemas tecnológicos. Los recursos digitales se vuelven abrumadoramente “homogeneizantes”, y parecen ser cada vez más instrumentos de control y vigilancia: del profesor hacia los estudiantes y viceversa, y de la propia institución hacia estudiantes y profesores. Se vuelven realidad las horrorosas visiones futuristas donde triunfaría la sociedad totalitaria del Big Brother.

            Pese al control y la vigilancia crecientes, hemos revalorado nuestro propio trabajo, que cruelmente se ha multiplicado por dos o tres, cual coronavirus en plena pandemia. Cualquier cosa que ahora leemos, explicamos, retroalimentamos, escuchamos, escribimos, se vuelve mucho más mecánica, pero desgraciadamente más lenta y burocrática: las dudas se dispersan y no se pueden ya aclarar de golpe como sucedía en un grupo presencial, los mensajes se repiten pero con infinitas variaciones, las asesorías se vuelven cada vez más individuales, el lenguaje no verbal se tiene que sustituir con cientos de palabras enviadas en correos electrónicos y avisos en plataformas educativas; tenemos que aclarar con la palabra y el teclado lo que antes se explicaba con un guiño o un simple gesto.

Ser profesor a distancia es despertar con una lista de pendientes –todos urgentes– que nunca podrás terminar de resolver ese mismo día, y es acabar la jornada con la sensación de que no cumpliste con lo que debías. Por esto, maestro, maestra, nunca más aceptes que la sociedad desvalorice el trabajo de cualquier colega, sea del nivel que sea, sea de una institución privada o pública, sea de una escuela de élite o de escasos recursos. En esta época del encierro todos tienen claro que tu trabajo lo realizas en ropa de dormir y con una taza de café al lado, pero sólo en tu diario personal se cuenta la historia de cómo tu jornada laboral inicia cuando sale el sol y termina cuando aparece el sereno de la madrugada. Por esto, nunca más permitas que te digan que trabajar desde tu casa es “como estar de vacaciones”; no permitas que tus oídos vuelvan a escuchar que por razón de que no estás asistiendo a tus clases presenciales no estás realmente “jalando” (según la jerga regiomontana), “partiéndote la madre”, desquitando el sueldo y por tanto eres un maestro “huevón”; no permitas que te digan que ser maestro a la distancia es “hacerse pendejo” porque tus coordinadores o los prefectos de las escuelas públicas no pueden constatar que estás de pie durante horas y desgastándote la garganta (aunque el uso intensivo del celular y la cámara web han probado ser mecanismos perfectos de control, y lo más increíble de todo, con nuestro propio consentimiento).

Cuando pase esto, maestro, maestra, probablemente jamás en tu vida osarás romantizar el trabajo a distancia y tampoco permitirás que la sociedad idealice el trabajo del docente cual si fuera un prototipo de estoicismo, abnegación e incluso servilismo frente a la propia institución. Quizás ahora dejes de esconder el hecho de que tus clases no se construyen solas ni siquiera en lo presencial, sino que sólo suele percibirse una faceta de nuestro trabajo, esto es, cuando estamos en el aula, la parte más estética de nuestro quehacer y donde tenemos oportunidad –es la verdad, aceptémoslo– de alimentar nuestro ego como docentes. Porque todo lo que sucede afuera del aula no se ve. Tú mejor que nadie sabe la verdad: la mente del docente no descansa cuando sale del salón. En el pasillo te esperan un torbellino de pensamientos y sentimientos en torno a lo que funcionó o que no se completó en la clase anterior y en cómo hacer para que a la próxima las cosas resulten un poco mejor. Tu trabajo no tiene un horario “muy noble” porque en tu colegio “sólo” tienes que trabajar de 7:30 am a 3:00 pm. En el mundo presencial tu jornada se prolongaba todos los días en tu hogar o en el transporte público que tomas (tomabas) todos los días para llegar a tu institución. Encontrabas cualquier espacio y tiempo para realizar tus reportes, tus revisiones de tareas, la preparación de las siguientes actividades, tu autocapacitación permanente…tal como lo sigues haciendo ahora en la cuarentena dentro de tu propio hogar.

Cuando vuelva el mundo de antes, maestro, maestra, no permitas ya que tus amigos más cercanos, tus propios familiares, regateen el valor de tu trabajo porque “tienes muchas vacaciones”. La sociedad no toma en cuenta el desgaste físico y emocional de quienes nos dedicamos a la enseñanza. Siempre te culparán porque eres un “ganón”, una “ganona”, por “aprovecharte” de los asuetos que te otorgan. Y sobre todo si vives en una ciudad como Monterrey, lugar donde se vanagloria el trabajo que genera producción de “alto valor agregado”, pondrán tu quehacer en los últimos lugares del ranking de actividades “productivas”, a menos que te dediques a actividades “educativas” relacionadas con la capacitación en actitudes motivacionales que suelen encumbrar una filosofía resumida en frases como “el cambio está en uno mismo” o “el universo siempre conspira para que todas las cosas se realicen en tu favor”.

No tienes que fingir ya que todo está bien cuando, cual actor o actriz, escondes tus sentimientos dentro del aula y trabajas con la consigna de que lo que importa es el control del grupo o que los estudiantes estén “entretenidos todo el tiempo” aunque esto no se traduzca necesariamente en aprendizaje. Ahora en la distancia ha quedado más que revelado que no eres de hierro, que te cansas, bostezas, abrazas a tus hijos, sonríes a tu pareja o acaricias a tu amada mascota mientras estás en videoconferencia con tus estudiantes. Es tu forma de sobrellevar las cosas y seguir adelante.

Maestra, maestro: no escondas ya lo que te cuesta generar y mantener tus clases, no importa si trabajas en un lugar donde valoran tu trabajo o no. (Por ejemplo, en algunas escuelas dignifican incluso el trabajo de los profesores de cátedra con prestaciones de ley, aunque quienes visiblemente están quedando a deber aquí son las institucionas públicas que se escudan en “reglamentos internos”). No escondas ya tu sentir sobre los obstáculos que el sistema impone en tu trabajo. Sobre todo si impartes clases en el nivel básico y en escuelas privadas, bien sabemos que tu institución se ha vuelto una empresa que satisface clientes –los padres de familia– y la palabra de los clientes estará siempre primero que la tuya, aunque en un principio tu institución te haya hecho creer que tu autonomía sería siempre respetada.

No tienes que justificarte más, profesor, profesora. Te creemos. Te lo creemos tus colegas, y aunque no todos valorarán lo que haces presencialmente o a distancia, te aseguro que te sorprenderías de constatar que muchos de tus alumnos y alumnas podrían ver transformadas sus vidas al menos ahora, en la cuarentena, porque saben que su grupo de compañeros y compañeras no se ha extinguido, y porque intuyen que sus clases virtuales quizás sean más un pretexto para darle sentido a ese mundo que se ha desmoronado allá afuera (y también adentro). El hecho de que sigas ahí, maestra, maestro a la distancia, les está dando la posibilidad a tus estudiantes de saber que el mundo puede reconstruirse, porque lo ven reflejado en ti, en que estas jornadas extendidas te brindan la posibilidad a ti también de reconstruir tu identidad como docente y de transmitirle a tus estudiantes la idea de que cuando vuelva el mundo presencial las cosas no tendrán que ser igual. De hecho, no esperaríamos que el mundo de antes vuelva tal cual. Porque si no, colega, ¿de qué habría servido el sacrificio de ahora?