
Gustavo García Rojas
Las tesis del materialismo histórico son abundantes en planteos acerca de la división internacional del trabajo y de los papeles que la acumulación de capital asigna a sociedades centrales y periféricas del capitalismo –productoras de manufacturas con valor agregado unas, proveedoras de materias primas las otras- pero sus planteamientos no han sido tan prolíficos para explicarnos cómo opera esta fórmula básica de desigualdad en el trabajo intelectual y la producción de conocimiento. Las formas que adquiere la división social del trabajo en la producción capitalista tienen su correlato en la forma en que se dividen las tareas y capacidades de las academias del norte y del sur en el mundo de las Ciencias Sociales (y de la Ciencia en general, podemos colegir).
El planteamiento básico de la teoría de la Colonialidad del poder planteado por el intelectual peruano Aníbal Quijano, propone que el modo de producción capitalista como lo conocemos inicia con la expansión del mundo europeo hacia el nuevo mundo. Con dicha expansión, llegaron aparejadas la conquista y el despojo colonial, y un artefacto antropológico que se convirtió en la llave que drenó el líquido de la riqueza americana hacia el barril sin fondo de la acumulación primitiva de capital europeo: la clasificación racial/cultural. Los mundos dualistas de los pueblos originarios sucumbieron en la vorágine de la colonialidad a la visión binaria de los europeos que diseñaron a su propia cultura como el centro de irradiación de lo universal, y al resto de culturas como periferias otras, con valor local, si acaso. El correlato biologicista era que lo blanco representara lo universal y lo negro y moreno, lo otro periférico. Desde la perspectiva de Quijano, la colonialidad es un estado de cosas vigente aún, que ha sobrevivido la debacle de los antiguos imperios y del colonialismo como proyecto concreto, y de los elementos que aún sobreviven, el de la clasificación de lo superior e inferior, de lo universal y lo local, de lo blanco y lo no-blanco, del conocimiento y la opinión, es decir el mundo binario del centro y la periferia es uno de los que guían diversas esferas de la realidad hasta el día de hoy; el mundo del conocimiento tampoco escapa a esta división binaria de la realidad fundada por la colonialidad.
En los años 90, mientras sonaban las últimas trompetas del siglo 20 el neoliberalismo se estableció como ideología estatal dominante en la mayor parte de los países, determinando la gestión tanto de la economía como de la regulación del sistema de instituciones estatales. Esta forma de gubernamentalidad neoliberal llegó muy pronto a los sistemas educativos estatales y a las universidades e instituciones de educación superior. Algunas de esta formas de gubernamentalidad se manifestaron en las política de evaluación y/o acreditación de las instituciones y de los docentes e investigadores dentro de ellas.
Instituciones financieras o comerciales multilaterales como el Banco Mundial (BM), la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) comenzaron a trazar planes de reformas y renovaciones educativas fincadas en el lucro, la competencia y las evaluaciones en base al rendimiento y logro de puntajes. Este nuevo evangelio educativo diseñado desde una visión euronorteamericana del mundo no solo no terminó con la división internacional del trabajo académico existente, sino que lo acrecentó. Como ha planteado la antropóloga Rita Laura Segato esta división consiste en que en los países periféricos el mundo académico es consumidor de teorías y en todo caso productor de conocimientos empíricos con validez local, mientras que en el mundo de los países del capitalismo central se produce la teoría usada como marco referencial de las investigaciones sociales con pretensiones universalistas.
Esta división internacional del trabajo tiene como implicación que en las academias del sur la forma de evaluación del trabajo investigativo se sostiene sobre parámetros de la colonialidad del saber que implica mirar sistemáticamente al norte como el rasero para medir nuestros logros y obtener reconocimiento. Entre otro tantos elementos el ranking de las revistas en donde vale la pena publicar y por ende obtener puntajes, reconocimiento y estímulos económicos se establece poniendo en el punto más alto a las publicaciones internacionales y descendiendo de ahí en más hasta llegar a las publicaciones locales de los investigadores. Como estas publicaciones internacionales se ubican geográficamente en el norte, los parámetros de publicar en ellas implican conocer y manejar aceptablemente el código de ese discurso. La lógica de entrar en los circuitos de competición intelectual del norte es que “si les demostramos que sabemos pensar nos van a aceptar en su circuito”, pero esto nunca ocurre pues la división internacional del saber no se puede trascender por la simple voluntad y se encuentra enraizada en las estructuras de la colonialidad presentes hasta ahora.
Por tanto los imperativos de acreditaciones institucionales, la competencia neurótica por el puntaje obtenido bajo el criterio de cuantificación de publicaciones, papers y artículos que terminan atestando las estanterías de bibliotecas en universidades y centros de investigación pero de los que no puede entresacarse alguna aportación sustantiva al conocimiento siguen aumentando. La permanencia en su puesto de los profesores-investigadores se condiciona a la publicación en cantidad suficiente y los rankings de revistas y publicaciones donde vale la pena enviar trabajos se vuelve cada vez más estrecha y limitada. Los diálogos y las conversaciones entre comunidades investigativas y académicas locales son considerados de menor valor para ascender en la carrera de investigación, sin embrago, es en las investigaciones locales con arraigo donde se construyen formas de conocimiento más significativas y para ello es necesario la construcción de diálogos de saberes localizados, cuyo reconocimiento debe darse primero en ese nivel local, anclado en la geografía concreta en donde se produce el conocimiento.
Buscar el reconocimiento de nuestras capacidades en el mundo metropolitano se vuelve un callejón sin salida pues como refiere Franz Fanon en su obra Piel negra. Máscaras blancas, cuando narra su experiencia de encuentro con su identidad negra en París, no importa lo que hagamos y los ropajes que vistamos para el ojo metropolitano nuestros cuerpos y discursos siempre serán identificados como ajenos, otros, subordinados. En ese sentido todos somos Fanon en París frente al ojo de la colonialidad.
Dar una vuelta de tuercas al diseño institucional que nos ubica como consumidores acríticos de teorías construidas en otros espacios locales implicaría rechazar las estructuras de producción del conocimiento actuales que ponen como parámetro universal a la ciencia producida en el norte. Por principio de cuentas nos llevaría hacer a un lado las políticas de evaluación cuantitativista y la competición eterna de puntajes inalcanzables o adjudicados sin mayor claridad para obtener reconocimiento y apoyo económico. Y seguido de esto nos llevaría a rechazar la imposición de parámetros de la cultura empresarial capitalista en instituciones públicas como las universidades autónomas y los centros de investigación sostenidos con recursos públicos. Las políticas de certificación y acreditación incesantes son un buen ejemplo de imposición de criterios ajenos sin mayor discusión en donde la colonialidad del saber se cuela por los intersticios de las formas de construcción del conocimiento; unas formas de citación académica impuestas como imperativo de cumplimiento obligado; la renovación de los acervos bibliográficos de acuerdo a parámetros temporales (solo conocimiento nuevo producido de quince años a la actualidad se considera válido); la adjudicación de cubículos o espacios de trabajo para investigadores condicionados a su (alta) “producción”; la renovación e imposición de nuevos planes de estudio y carreras profesionales con base en el criterio de lo que el “mercado” demande, o en otro caso la desaparición de carreras completas bajo la misma lógica.
Pero además de estas características, surge el imperativo de descolonizar las universidades públicas en Mexico y construirlas como espacios de la diversidad presente afuera de sus aulas, en los hechos, y no solo como un discurso para la mercadotecnia de manual. Así como para Brasil, Segato ha llamado a ennegrecer las universidades y desechar el mito de la democracia racial en ese país, en México es necesario indianizar a las universidades y acabar de una vez por todas con el mito colonial del mestizaje. Eso implicaría una serie de transformaciones desde la construcción de un sistema robusto de políticas de cuotas y acción afirmativa para traer a los pueblos originarios a las universidades, como incluir de manera obligada en la currícula universitaria el aprendizaje de lenguas indígenas originarias, de inicio en las universidades nacionales y aquellas estatales de regiones con fuerte presencia indígena y después en el resto del país. Abrir las universidades a los pueblos originarios sería la puerta por donde podrían pasar otros cambios necesarios en la universidad y abrirla a otras fuerzas sociales y populares y hacer que estos sectores la hagan suya, la determinen y le den forma. Como hasta hoy han hecho el estado, algunos partidos políticos y el sector empresarial capitalista de manera exclusiva.
Combatir la colonialidad del saber nos ayudaría a incluir en nuestras aulas y currículas formas de saber y cosmovisiones que complejizarían nuestra forma de aprehender la realidad y acometer la tarea científica en tiempos de zozobras y ausencia de certezas que el conocimiento científico por sí solo no puede responder.
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