En una publicación reciente, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OECD, por sus siglas en inglés) ha evaluado el impacto de la crisis de COVID en la economía global y en las perspectivas de sus estados miembros, entre ellos México (OECD. 2020.Economic Outlook, vol. 2020, issue 1 – Preliminary, en línea). Observa que las medidas de contingencia epidemiológica, adoptadas por los diversos gobiernos nacionales con el objetivo de prevenir un contagio masivo de la población, han puesto a la economía global al borde del abismo. El cierre de sectores económicos no esenciales ha colapsado temporalmente la manufactura e interrumpido las cadenas de producción a nivel mundial; las restricciones de viaje y el cierre de fronteras han cancelado las actividades en el sector turístico que constituye para algunos países como México una fuente de divisas de gran importancia. El documento arguye que un considerable número de compañías grandes está enfrentando una drástica caída de sus ganancias y una cuarta parte de ellas está ya ante problemas financieros que las pueden llevar en muy poco tiempo a la insolvencia y la bancarrota. Las perspectivas de las empresas medianas y pequeñas están aún peor.  El mundo, declara la OECD enfáticamente, enfrenta en este año la peor recesión desde la Gran Depresión en 1930: el producto interno bruto (PIB) de los países miembros decrecerá entre 7.6% y 9.3%, dependiendo si se lidiará con un solo pico epidémico o con dos. Para México, la situación se complica aún más por su fuerte orientación exportadora, su inserción en las cadenas globales de suministro, su dependencia del turismo, la caída del precio de petróleo y la severa reducción de las remesas. Se pronostica un decrecimiento económico de alrededor de 8.6% en 2020.  

Pero no sólo las empresas y los empresarios encaran momentos complejos. También las clases trabajadoras están ante un escenario sombrío. La OECD estima que el desempleo afectará a entre 11 y 12.5% de la población económicamente activa global. La situación resulta particularmente crítica en países – como México – con elevadas tasas de informalidad laboral, ya que los trabajadores informales carecen de garantías y derechos para afrontar su repentino despido y para amortiguar la pérdida de ingresos. En el sector formal, muchos trabajadores han tenido que afrontar una merma de ingreso. Durante la contingencia, las firmas grandes han ofrecido a sus empleados proseguir sus actividades laborales desde su casa (home office), no obstante, a menudo no les pagan el sueldo completo argumentando la menor productividad del trabajo realizado desde el hogar. El conjunto de agravios – desempleo, subempleo, sueldos disminuidos – tiene por consecuencia que en 2020 el ingreso per cápita mundial habrá caído 3.6%. Esta cifra significa que millones de familias caerán en pobreza y otras tantas más tendrán que reducir sustancialmente su nivel de vida.

Ante este escenario preocupante, la OECD propone a los países unir sus fuerzas para crear “una economía más justa y sustentable”. Recomienda a los gobiernos nacionales facilitar la competencia en el mercado y regular la actividad empresarial de manera más ‘inteligente’. Visto de cerca, se trata del mismo recetario neoliberal que dicha institución ha promovido desde la década de los años ochenta. Sin desestimar la importancia que tienen las empresas en el mundo actual, es importante que nos preguntemos si es racional que el bienestar de los pueblos dependa de empresas privadas como unidades de producción preponderantes. Tomando en cuenta que sólo uno por ciento de la población mundial – se trata de empresarios  exitosos y directores ejecutivos de compañías renombradas – tiene más del doble de riqueza que 6.9 mil millones de personas juntas (https://www.oxfam.org, consultado el 14/06/2020), ¿que sentido puede tener conservar un sistema económico basado en empresas privadas que es generador de escandalosos niveles de desigualdad, pobreza y miseria y que es, además, responsable de la masiva  destrucción del medio ambiente y el calentamiento global?

 La crisis de COVID nos permite apreciar con suma claridad el poco valor que las empresas y los empresarios atribuyen a la conservación de la vida humana.  Recordamos la exitosa oposición que los empresarios italianos ejercieron en Italia contra la suspensión de las actividades industriales en el polo industrial de Bérgamo, a pesar de que esta zona constituyó el epicentro de la epidemia COVID. Obligaron a 80 mil trabajadores a proseguir sus labores en condiciones de hacinamiento, sin distancia de seguridad ni material de protección. Todos los trabajadores se contagiaron, miles perdieron la vida (Revista Contexto y acción, https://ctxt.es/es/20200401/Politica/31884/Alba-Sidera-Italia-coronavirus-lombardia-patronal-economia-muertes.htm). Otro ejemplo representa la industria de la carne en los Estados Unidos que se opone tenazmente a los dispositivos de distanciamiento social en las fábricas exponiendo a los trabajadores – muchos de ellos migrantes latinoamericanos/as – a un contagio masivo (The Guardian, 15 de mayo de 2020). ¿Y qué decir de las empresas en México? En la frontera norte, muchas maquiladoras en sectores económicas no esenciales no sólo se han rehusado a parar sus actividades durante la contingencia sanitaria, sino tampoco han hecho esfuerzo alguno por garantizar la salud de su planta laboral a través de dispositivos básicos de higiene y protección (portal Animal Político, 27 de abril de 2020). Algunas fábricas ni siquiera autorizaron a los trabajadores enfermos ausentarse, lo que ha dado lugar a contagios masivos (portal sin embargo.mx, 12 de mayo de 2020; Animal Político, 13 de mayo de 2020). En Ciudad Juárez, los empresarios argumentaron no poder cerrar por estar a la espera de cuantiosas inversiones provenientes de Asia que no quieren dejar desaprovechadas (Al Día Dallas, 23 de mayo de 2020).  La poca consideración de las empresas para con el bienestar, la salud y la vida de sus trabajadores se observa también en otras partes del país donde los trabajadores han sufrido despidos injustificados (El Economista, 12 de mayo de 2020) o donde – como en Nuevo León – los capitanes de la industria están presionando a los gobiernos estatales para que reabran pronto la economía a pesar de las tasas de contagio en alza.

No es la primera vez en la historia que podemos observar con nitidez el desprecio empresarial hacia la vida humana. En el siglo XIX, los trabajadores industriales se murieron en masa por los estragos físicos de extenuantes jornadas laborales, sueldos de hambre y accidentes laborales. Durante la década de los años treinta y cuarenta del siglo XX, empresas grandes aprovecharon masivamente el trabajo de prisioneros de los campos de concentración en Alemania, Austria y en los países bajo ocupación fascista; y en la actualidad, empresas transnacionales como Zara o H&M, para dar sólo un ejemplo, se benefician sin escrúpulos de trabajo infantil y esclavo (The Guardian, 21 de agosto de 2016, BBC News, 15 de septiembre de 2017). Por su parte, en los Estados Unidos la empresa DuPont ha sido acusada penalmente por contaminar durante décadas suelos y aguas con PFAS, una sustancia utilizada en la producción de teflón, a pesar de que había sido informada desde 1960 por sus propios toxicólogos acerca de las graves repercusiones de la sustancia en la salud humana (The Guardian, 11 de septiembre de 2019). Estos cuantos ejemplos demuestran que las empresas pasan literalmente sobre cadáveres para salvaguardar sus intereses de lucro. Profesan, si así les conviene, una cultura de la muerte que ni la aparente filantropía empresarial o la denominación ‘empresa socialmente responsable’ la pueden ocultar. Es preciso dejar en claro que esta necro-cultura no es propia de unas cuantas manzanas podridas dentro del mundo empresarial, sino que expresa la lógica de acumulación de capital misma. Es el modo de producción capitalista que la engendra sistemáticamente una y otra vez.

Si el estridente fracaso humanitario del capitalismo está a la vista de todo el mundo y se plasma con dolorosa nitidez en el exorbitante número de infectados (7.8 millones a nivel global el 14 de junio de 2020) y muertos por COVID (430,766 personas), cabe preguntarse cómo es posible que universidades públicas – entre ellas  la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL) – siguen abrazando una orientación pro-empresarial e incluso se han autoproclamado en algún momento “empresa socialmente responsable”. ¿Prefieren estas instituciones universitarias quedarse con los ojos cerrados ante la debacle humanitaria que provoca el empresariado en todo el mundo? ¿Cómo compaginan su pretendida vocación humanista con la necro-cultura empresarial? ¿Cómo instituciones que ensalzan la cultura empresarial pueden formar a jóvenes para el futuro, un futuro que exige de los individuos más solidaridad, más capacidad de compartir, más empatía y más compasión – o sea, cualidades opuestas a la cultura empresarial – para que puedan enfrentar los estragos catastróficos del calentamiento global? Como  universitarios necesitamos enfocar nuestro análisis y nuestra reflexión colectiva en cómo crear una economía en cuyo centro no está el lucro de unos cuantos sino el bienestar de toda la población; en cómo organizar nuevas unidades de producción cuyas tareas se guían en una nueva ética del cuidado y una nueva relación con el medio ambiente; en cómo formar ciudadanos que se vinculan empática, compasiva y solidariamente con la sociedad y defiendan el valor de la vida humana; y en cómo preparar personas críticas que se atrevan a levantar su voz en defensa del humanismo y en contra del autoritarismo incluso de su propia institución de afiliación laboral.