
Mauricio Argüelles
En esa ya lejana odisea que comenzó en la cuarentena primaveral del 2020, maestras y maestros nos sorprendimos a nosotros mismos cuando en tiempo récord aprendimos la tecnología que habíamos de aplicar en las nuevas clases digitales, aun y que obviáramos la epistemología de lo que significaba enseñar y aprender a distancia. En el semestre agosto-diciembre del 2020 (la “segunda cuarentena”), el desgaste resentido fue mucho mayor; particularmente lo pudo ser así para numerosas colegas que debían combinar constantemente el trabajo remunerado con las tareas domésticas, impuestas a muchas de ellas por causa de los resabios que guardamos todavía de la sociedad machista y patriarcal; así también, el trabajo desde casa fue más abrumador para los colegas que son padres y madres de hijos pequeños, quienes además de impartir sesiones a distancia debían estar al tanto de las clases —mucho más demandantes ahora— de sus hijos. En cualquier caso, los profesores se han visto forzados a subordinarse a los crueles mecanismos del trabajo flexible o sin horario y a la vez se han resignado a que ya no es posible mantener la concentración en una sola cosa a la vez; el futuro parece ser de quienes tengan mayor capacidad de adaptación (y de resignación) para ejercer las habilidades “multitasking”, que se materializan en la confrontación simultánea a la videocámara, el chat y los mensajes de Whatsapp, a la vez que constantemente hay que decidir qué necesidades del hogar se pueden desatender y cuáles pueden realizarse al mismo tiempo que la clase aun y con el riesgo de perder la plena concentración en los estudiantes.
No obstante, la labor magisterial no se volvió desgastante a partir de la cuarentena; siempre lo ha sido. Además, el valor social y económico del conocimiento generado en un aula ha sido regateado en las últimas décadas, especialmente en las sociedades orientadas al valor de lo material y del corto plazo, como lo es típicamente la regiomontana.
En este contexto, los motivadores idólatras del discurso de la mente “positiva” han insistido en construir una narrativa épica sobre la labor heroica de esos educadores que están “dejando todo” porque sus estudiantes aprovechen las clases. Bajo este alegato se acepta implícitamente la sumisión ante las circunstancias de (auto)explotación que se han visto acrecentadas en el trabajo en reclusión. Cualquier intento por criticar las condiciones estructurales de precariedad y control laboral son tachadas de “mala actitud”; en cambio, el maestro complaciente y presto para sacar adelante su quehacer sin miramientos es visto como el candidato prototipo de la nueva educación a distancia en esquema laboral flexible.
Y es así como los docentes pasamos de ser esos héroes de la primera cuarentena que “se la partían por sus alumnos”, a los profesores rebasados por la mayor carga académica que conllevó el segundo semestre del año pasado, donde ya no fue posible asumir que estábamos aprendiendo tecnología sino que nuestras instituciones y estudiantes ya podían exigirnos más: una vez capacitados en lo digital, se esperaba que fuésemos mucho mejores en impartir el conocimiento. Sin embargo, en la “tercera cuarentena”, que comenzamos en el inicio de 2021, será más valorada aun la capacidad de resistencia, de “aguantar” hasta el final. Esta tercera cuarentena será ideal para probar esa característica tan encomiable en el discurso motivacional neoliberal: la resiliencia. Esa propiedad por la que un ser humano sería capaz de adaptarse a las eventualidades adversas y aun así sobreponerse para sacar lo mejor de sí mismo o de sí misma ante la situación.
No obstante, esta idea de la resiliencia sobrevalora el individualismo y hace eco de frases trilladas del discurso motivacional como “el cambio está en uno mismo” o “cuando realmente quieres algo, todo el universo conspira para ayudarte a conseguirlo” (ejemplo tomado del súper ventas de la literatura motivacional, Paulo Coelho). Esta mentalidad es excelente para azuzar nuestra voluntad cuando nos debatimos entre abandonar el maratón o terminar los últimos kilómetros, o cuando sólo nos quedan unas horas para salir airosos con el proyecto académico o laboral pendiente; sin embargo, no es el tipo de pensamiento que necesitamos para transformar las condiciones de nuestra profesión docente.
Y aunque pudiésemos escuchar que en la tercera cuarentena los mejores educadores serán los más “resilientes”, esta podría ser, al contrario, una época en que a pesar de la distancia física y de la imposibilidad de reunirse presencialmente, podríamos como maestros y maestras catapultar esa capacidad de reflexión y autocrítica sobre nuestras propias condiciones de trabajo. Sobre todo para quienes formamos parte de instituciones de educación pública, es inadmisible que sigamos perpetuando las históricas condiciones de explotación hacia los docentes, sobre todo los de cátedra, que no acceden a condiciones de pago dignas porque la tabulación de sus sueldos no obedece a experiencia, logros o ni siquiera sus estudios, sino a unas categorías laborales burocrático-administrativa prefijadas por reglamentos obsoletos pero que ningún rector se atreve a cambiar (y pocos profesores osan cuestionar abiertamente); no es posible que —sobre todo en las áreas sociales y de humanidades— critiquemos el esquema imperante de asignación de recursos de las escuelas privadas (la meritocracia y competencia basadas en el individualismo) y al mismo tiempo reproduzcamos en nuestras escuelas o facultades un esquema nepotista, de amiguismos y de protección de la mediocridad.
La tercera cuarentena podría ser la oportunidad para terminar de formar la consciencia de clase que ha estado sólo viva en nuestros libros pero muerta en las pláticas de pasillo entre colegas (siempre preferimos optar por seguir nuestro perfil de “bien portados”); en sí, esta tercera cuarentena podría servir para cuestionarnos qué implica la actitud abnegada que guardamos ante una mayor explotación del trabajo en nuestros propios hogares, incluso con reducción de sueldos para nuestros colegas docentes de colegios privados en educación básica (situación que ya ha sido muy documentada para Monterrey y otras ciudades, y cuya justificación al parecer fue la idea insensata de que trabajar en casa implicaría generar menos valor que ofrecer las clases presenciales). Incluso hemos aceptado controles mucho más severos sobre nuestro trabajo, con la videocámara ya no como medio de comunicación sino de fiscalización de nuestras actividades (lo que no sucedía en las clases presenciales), la entrega de captura de pantalla para toda actividad que realicemos, y el uso permanente y ubicuo de las redes sociales, con lo que terminamos laborando en un horario que raya en el vanagloriado 24//7.
Los docentes de cualquier nivel tenemos la oportunidad no sólo de trasformar el entorno de nuestras clases a distancia sino de que a través del proceso de enseñanza-aprendizaje podamos contribuir un poco a la reconstrucción del mundo que se ha desmoronado allá afuera (e incluso adentro); que a partir de aquí podamos repensar el mundo educativo (y el social) que se avecina, el que esperaríamos que venga después de esta tercera o cuarta cuarentena o la que tenga que ser la última, la que dé paso a un mundo realmente nuevo, donde dejemos esa “sana distancia” que siempre marcábamos (toda la vida, aun sin coronavirus) y por la que sacrificábamos el interés colectivo y los ideales democráticos y de justicia social y por el contrario nos manteníamos sumisos y displicentes ante el sistema. La consigna era asegurar nuestro propio beneficio: en el corto plazo mantener el horario de clases o contar con más horas de asignatura; en el mediano o largo plazo supuestamente asegurar una planta de tiempo completo.
Cuando termine la cuarentena esperaríamos, ojalá, que nos quitemos para siempre ese tapabocas que nos ha mantenido silenciosos y acríticos ante las injusticias del sistema; que nos expresemos como sí lo hacemos adentro de nuestros salones pero dejamos de hacerlo en los pasillos o en las juntas con nuestros coordinadores o directores de Facultad. Y para esto necesitaremos mucho más que una vacuna porque, como un gran colega y amigo alguna vez muy bien lo dijo, la apatía e indiferencia que nos lleva a reproducir el status quo están muy dentro de nuestras mentes y corazones, grabadas en el fondo de nuestra alma.
Sin embargo, jamás habíamos sido tan conscientes del valor de nuestro trabajo como docentes. Jamás habíamos sentido así como ahora la empatía de nuestros estudiantes y de nuestros mismos colegas, cuyos corazones, en cada mensaje de Whatsapp, en cada sesión de videoconferencia, en cada correo, parecen latir al mismo ritmo. El cambio no estará en uno mismo, pero sí en nosotros mismos. En el colectivo. En recuperar la identidad grupal, en generar consciencia de clase.
La resiliencia es un discurso muy bello que nos seguirá ayudando a soportar jornadas de 15 horas al día sin descanso los fines de semana, nos propulsará a sacar avante tanto el trabajo remunerado (las clases, investigación y labores administrativas) como el no remunerado (la administración del hogar y el papel de ser “maestro sombra” de nuestros propios hijos). Pero ahora se trata ya no de discursos ni de lo digital. La realidad ya la estamos viviendo, y no hemos venido aquí para admirarla y ver cómo nos ajustamos a sus circunstancias; hemos venido para cambiarla. Si no pudiese ser así, ¿qué sentido tendría ser docentes?
Comentarios recientes