
Las universidades públicas mexicanas se encuentran en el momento de una encrucijada, los caminos se bifurcan, y las disyuntivas sobre cuál derrotero seguir aparecen más visibles. Los cambios económicos ocurridos a nivel global han transformado las prioridades políticas de los estados y el armazón de fuerzas sociales que constituyen el bloque que ejerce el poder político estatal. En este nuevo diseño de poder estatal ̶ con capacidades reducidas a la mínima expresión ̶ los sectores subalternos fueron expulsados de la coalición de poder. Las fuerzas sociales con derecho de intervención se circunscribieron a la coalición relacionada con los procesos de acumulación de capital ̶ cámaras empresariales ligadas al capital global, medios masivos comerciales, empresarios poderosos en lo individual, partidos políticos y algunos sectores de académicos favorables a esta corriente ̶ no se dejó espacio, en el caso mexicano, ni siquiera a las organizaciones oficiales y corporativas de obreros y campesinos que durante buena parte del siglo pasado formaron parte de la coalición de poder del estado posrevolucionario. Un sistema de creencias fue arraigando en el tejido societal imaginario que se relacionaba a veces en forma directa, y otras de manera elusiva u oscura con las prioridades establecidas por los estados neoliberales patrimoniales.
La educación superior ha sido afectada de manera significativa por estos cambios políticos estructurales y de concepciones e ideas. Ante la imposibilidad estructural de cumplir la promesa de movilidad social que había sido su principal característica en el siglo pasado, se ha tratado desde el diseño de poder institucional sembrar la idea en el imaginario social de que la educación superior no es para todos y se ha insertado el concepto de calidad, extraído del mundo empresarial, como opuesto a la inclusión y acceso libre a la universidad. De esta forma se ha retrotraído la historia al momento de la lucha por abrir la universidad y quitársela de las manos a los sectores clericales y conservadores que la sostenían como patrimonio exclusivo, que dio origen a la Reforma Universitaria de Córdoba de 1918. El elitismo y las convicciones excluyentes se manifiestan de manera cada vez más decidida, en fenómenos que incluyen la reducción o estancamiento de los presupuestos universitarios, la caída dramática en los salarios de los trabajadores universitarios académicos y administrativos, la precarización y la inexistencia de seguridad laboral en la tarea docente, la ausencia de mecanismos de participación real en las tareas de gobierno de la universidad, de estudiantes y profesores, y sobre todo en el caso de las universidades públicas estatales, el aumento ̶ en algunos casos excesivo y sin control como el de la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL) ̶ de las cuotas universitarias que tienen que pagar los estudiantes, no obstante la declarada gratuidad de las universidades en sus estatutos y leyes orgánicas.
El movimiento de reforma universitaria de principios del siglo 20, se dio en el contexto del ascenso de los sectores medios a los espacios de poder y decisión en América Latina, y los cambios que planteaban para acceder a ellos. Los estudiantes de Córdoba y los estudiantes de México de principios del siglo 20 se enfrentaron a las élites del antiguo estado oligárquico y a los grupos que se hicieron con el poder estatal y que habían controlado tradicionalmente a las universidades o deseaban moldear su diseño académico con base a las prioridades estatales del momento. El proyecto de autonomía era un intento por evitar que los objetivos y las prioridades académicas y de enseñanza de la universidad fueran impuestos por agentes externos a la universidad o por intereses contrarios a los principios del conocimiento y los avances científicos. En ese sentido, el movimiento de reforma universitaria fue un salto cualitativo en el desarrollo de nuestras sociedades. Pero históricamente muchas de las demandas que caracterizan el movimiento de reforma universitaria siguen sin cumplirse o se encuentran en franco retroceso; para nuestra realidad, la autonomía real, el cogobierno a través de mecanismos realmente democráticos de participación, los concursos de oposición para el acceso a las cátedras, son realidades aún escasas, formas complejas de simulación, o mecanismos de plano inexistentes. Es decir, el proyecto de reforma universitaria por el que las universidades públicas han luchado, y en su mayor parte obtenido, la autonomía, es un proyecto inconcluso en el mejor de los casos, y cancelado, en el peor.
Sabiendo eso, es necesario decir, sin embargo, que el diseño de universidades para la clase media es obsoleto en un mundo en donde los vaivenes inestables del mercado deciden el futuro de vastas mayorías. Si las universidades no ofrecen más la garantía de la movilidad social ascendente de tiempos idos en que el capitalismo avanzaba pujante en el planeta y los diseños de sociedad se enmarcaban en proyectos de integración social de la población, entonces las funciones sustantivas de la universidad deben dar cuenta de estos cambios y convertirse en espacios de inclusión ellas mismas. A tono con este planteamiento la III Conferencia Regional de Educación Superior de América Latina y El Caribe coorganizado por el Consejo Interuniversitario Nacional (CIN) que agrupa a las universidades argentinas, y la UNESCO, llevada a cabo en junio de 2018 en la emblemática Universidad de Córdoba, acordó declarar “el postulado de la educación superior como un bien público social, un derecho humano y universal, y un deber de los estados”.
Es decir, a contrapelo de las orientaciones y diseños excluyentes y elitistas (la excelencia educativa como leit motiv histórico) introducidos con ahínco fariseo en los años de plomo del neoliberalismo, la universidad no debe cerrarse y excluir a los jóvenes de ingresar en sus puertas, usando como coartada la eficiencia. Más bien al contrario, la única forma en que la universidad justificará verdaderamente su existencia y se hará eficiente es dotando de un espacio social en donde el pensamiento crítico, la imaginación científica y técnica, la creatividad del arte y la cultura se encuentren accesibles a las mayorías, y en especial a los sectores históricamente oprimidos para que se permita construir la esperanza de un futuro común.
Para que eso ocurra, será de vital importancia construir una nueva relación de extensión-vinculación societal entre la universidad y las distintas fuerzas sociales en su entorno. Se debe bajar la mirada, que históricamente está situada arriba con el bloque de poder neoliberal –empresarios del gran capital, el Estado, los partido políticos, medios masivos comerciales ̶ y privilegiar una vinculación hacia abajo –con los movimientos sociales, los pueblos y comunidades indígenas y afrodescendientes, el movimiento de mujeres y feminista, los defensores de la ecología, las organizaciones campesinas y los sindicatos independientes, las organizaciones populares y barriales, los defensores de los derechos humanos y de los migrantes, los medios libres y comunitarios ̶ . Habría que enfatizar que una vinculación realmente fructífera no podría ser unidireccional –de la Universidad sujeto de conocimientos hacia el resto del cuerpo social-objeto a conocer ̶ sino que debería ser un entramado bidireccional, en la que la universidad toque y afecte a lo social, pero en la que también ésta sea tocada y afectada por lo social. La universidad debe salir a la sociedad, pero también la sociedad debe entrar a la universidad. La universidad no puede llamarse la detentadora exclusiva del conocimiento y debe aceptar con humildad que hay otras formas de conocer que merecen ser atendidas y que pueden ser vitales para aprender a sortear situaciones difíciles cada vez más cercanas, para citar solo un ejemplo, las diversas formas de relación con la naturaleza de diversos pueblos y comunidades indígenas que pueden ser analizadas como formas de organización social que tienden al equilibrio socio-ecológico, en un contexto de deterioro ambiental rampante.
Recuperar el concepto de autonomía, ahí donde haya torcido su camino para convertirse en la coartada de burocracias caciquiles y aristocráticas o ensancharlo ahí donde mantenga una mínima base de vitalidad son imperativos éticos de quiénes tenemos un espacio en el complejo mosaico universitario. Abrir la universidad a todos los jóvenes, a los movimientos sociales y las clases subalternas, a los distintos proyectos que desde abajo se tejen para terminar con la guerra y reconstruir el país es la condicionante para que las universidades se conviertan en espacios de fructífera esperanza, de construcción de alternativas de buen vivir, de pequeñas luces que alumbren el camino a la libertad y la dignidad.
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