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El acercamiento más superficial a la cotidianidad de algunas universidades públicas revelaría una serie de dispositivos de violencia laboral instalados en su estructura organizacional y en su funcionamiento. Despidos injustificados, obstaculización en los procesos de promoción, realización de exámenes médicos como parte del proceso de selección, rechazo de permisos para realizar actividades sustantivas de investigación como estancias o trabajo de campo, establecimiento de criterios de exclusión para participar en grupos colegiados, acoso sexual, entre otros, forman parte de una larga lista de manifestaciones de violencia en el espacio laboral.

Datos de 2011, expuestos por el Dr. Manuel Pando Moreno de la Universidad de Guadalajara, indicaban que 8 de cada 10 mexicanos han sufrido algún tipo de violencia en su entorno laboral. Los efectos de la violencia laboral no sólo deterioran las relaciones entre las personas, sino también se marcan en el cuerpo y en la psique. No es infrecuente conocer trabajadores que desarrollan trastornos psicosomáticos debido al estrés generado por el mal clima organizacional. La OMS, en el informe mundial sobre violencia y salud, reconoce que entre los principales efectos de la violencia se encuentran la depresión, el abuso del alcohol, la ansiedad y el comportamiento suicida, además de los daños físicos directos.

Desde finales de la década de los noventa, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) colocó a la violencia laboral dentro de la agenda política global convocando a repudiarla y erradicarla. En aquella época, la OIT llamaba la atención sobre el incremento de la violencia psicológica, particularmente a través de estrategias de amedrentamiento, que incluyen “todo comportamiento ofensivo de un miembro del personal que, mediante actos revanchistas, crueles, malintencionados o humillantes, busque debilitar la condición de otro trabajador o de un grupo de trabajadores”. ¿Cómo podrían tales comportamientos pasar desapercibidos? Peor aún, ¿cómo podrían ser “aceptados” y reproducidos al interior de las Instituciones de Educación Superior?

Hace 50 años Galtung señalaba que Esta última, legitima el ejercicio de todas las formas de violencia haciendo que “se perciban, como cargadas de razón, –o al menos, que se sienta que no están equivocadas–”

En las Instituciones de Educación Superior (IES) la apropiación de la lógica neoliberal no sólo ha devenido en la mercantilización de la educación, sino también en la articulación de la violencia laboral a los mecanismos de acceso a los recursos institucionales y a mejores condiciones laborales. La individualización de los procesos de trabajo y la colocación de la competitividad como parte medular de la interacción entre colegas, ha facilitado la creación de una cultura organizacional altamente violenta. Para cumplir los criterios de evaluación     ̶ instalados a través de la “modernización de la política educativa” ̶ y acceder a financiamiento, ha sido necesario flexibilizar las fronteras entre el espacio doméstico y el laboral, robarle horas al sueño y al esparcimiento para dedicarlas a trabajar, demostrando con ello que se “trae bien puesta la camiseta de la institución”. Ha sido necesario internalizar la explotación como un indicador deseable de competitividad.

De igual forma, la violencia laboral ha demostrado ser un eficiente dispositivo de constreñimiento para la construcción de proyectos democráticos. En términos políticos, acceder a los recursos institucionales ha implicado alinearse al directivo en turno, adscribirse a su proyecto de gestión de manera irrestricta, guardar silencio ante los desacuerdos o las injusticias, aceptar el ejercicio del poder desde un esquema vertical y tolerar agravios de distinta índole.

En otras palabras, la violencia laboral a través de prácticas de amedrentamiento sólo es posible gracias a la creación de una cultura organizacional que la legitima, y que es aún más violenta.  Así, la internalización de la explotación y la alineación al poder de los directivos, se han convertido en elementos necesarios para allanarse el camino a los distintos sistemas de recompensas laborales, aunque en ello se hipoteque la salud, la vida personal, las relaciones de solidaridad o, con ello se reproduzcan las expresiones más cruentas de violencia laboral.

¿Ante tal panorama, qué recursos tenemos para afrontar la violencia laboral? De forma muy reciente en México, en octubre de este año, la Secretaría de Trabajo y Previsión Social dio a conocer la Norma Oficial Mexicana NOM-035-STPS-2018. Factores de riesgo psicosocial en el trabajo. Identificación, análisis y prevención. Dicha norma tiene como función sustantiva “establecer los elementos para identificar, analizar y prevenir los factores de riesgo psicosocial, así como para promover un entorno organizacional favorable en los centros de trabajo”. La NOM 035, exhorta a los empleadores a prevenir y atender la violencia laboral y a promover entornos organizacionales favorables.

La creación de la NOM 035, sin duda representa un instrumento jurídico importante en la visibilización de la violencia laboral, pero al mismo tiempo siembra interrogantes. ¿Podrá esta norma generar condiciones para construir una cultura organizacional no violenta? En el caso de las IES, ¿podrá contribuir de manera significativa a desarticular la cultura organizacional gestada en las dinámicas de las universidades públicas, que ha legitimado las prebendas como sistema de recompensa y ha naturalizado el uso de la violencia institucional como sistema de castigo?