
Con la entrada de México a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), las Instituciones de Educación Superior (IES) tuvieron que modificar sus programas educativos para alinearlos con la llamada “demanda del mercado profesional”, que no es más que redirigir la educación a intereses específicos de los empleadores. Esta ideología neoliberal se traduce para las IES en resultados que deben ser medidos a través de indicadores de rendimiento y calidad, es decir, se traduce en mercancía; lo que ha llevado a la comercialización y mercantilización de la educación. En apariencia, la competencia académica, el aumento de productividad, la rendición de cuentas y el control de calidad en la producción, son valores que se han introducido para hacer más transparente el funcionamiento de las universidades. Sin embargo, lo que ha ocurrido es que la educación se ha regido por una línea gerencial, que ha llevado a una reconfiguración jerárquica de las IES. Los rectores, directores y jefes de departamento se asemejan a directores ejecutivos y los docentes e investigadores constituyen un nuevo proletariado universitario. De esta forma, en el “mercado de la educación” los sujetos compiten entre sí para cumplir la demanda educativa; el conocimiento deja de ser el punto central de la educación. Es decir, no importa cómo ni qué conocimiento se trasmite, sino qué y cómo se rinden cuentas con el fin de lograr la rentabilidad.
Tres décadas de políticas neoliberales en México han dejado una estela de expoliación de recursos, de incremento de la pobreza y de la desigualdad, de violencia criminal, de destrucción del medio ambiente y de corrupción. La ley del más fuerte no sólo ha gobernado el intercambio económico y la vida pública sino también a las universidades públicas. Durante treinta años, gobernantes, políticos, empresarios y directivos de instituciones públicas se han enriquecido en dimensiones casi históricas a nivel mundial. Usaron sus puestos, sus relaciones públicas, su capital político o simplemente su autoridad para amasar al margen de la legalidad y la moral fortunas personales y familiares. Aún y cuando la ley nunca avaló tal manejo fraudulento, la legalidad quedó sistemáticamente eclipsada por la primacía del poder. Cada fechoría lograda, por ominosa que haya sido, abonó al poder y a la autoridad de estos hombres y mujeres. Se les admiraba, se les adulaba, se les festejaba en cuanto ocupaban sus puestos porque su poder parecía inmenso y su capacidad para aplastar a cualquier voz crítica era casi descomunal. No hay institución pública mexicana que se haya escapado de este modelo. Desafortunadamente, las universidades estatales no constituyeron la excepción.
Los grupos dirigentes de las universidades públicas no sólo participaron en cuantiosos desvíos gestionados desde diversas dependencias federales y estatales – recuérdese la ‘Estafa Maestra’ – sino aprovecharon también su propio ámbito de acción para hacer su agosto. Las obras de construcción, las compras institucionales de equipo de cómputo deficiente a precios inflados, la imposición de un patrón de proveedores oficiales o la privatización de funciones como la seguridad o la limpieza a empresas de prestanombres, compadres y familiares, han constituido vetas particularmente lucrativas para desviar fondos públicos a cuentas privadas. Tampoco han faltado los ‘generosos’ sobornos directos. Algunos universitarios recuerdan a sus rectores no por su nombre, ni por su grandeza académica, sino por el porcentaje que solían cobrar de la obra encargada: ‘el diez’, ‘el quince’, ‘el veinte’. A este panóptico de abusos se agregaron fuentes de ingreso legítimos: la enajenación del patrimonio universitario a empresas inmobiliarias, las exorbitantes cuotas escolares, los ‘libros de texto’ obligatorios que a menudo no eran más que un compendio de fotocopias, el cobro de los centros de cómputo, de bibliotecas, de una copia del kárdex o del papel sanitario, los cursos propedéuticos, los exámenes de admisión o de ubicación, los títulos profesionales, etcétera – sólo la fantasía podía poner un alto al afán cobrador.
A lo largo de los últimos treinta años pudimos apreciar la adscripción de las universidades públicas a la lógica comercial. Para llegar a dirigir una dependencia o una institución de educación pública ya no ha sido importante contar con un currículo académico abultado, un proyecto institucional comprometido con la excelencia académica y la investigación científica. Basta un proyecto comercial grupal, relaciones con actores políticos influyentes, como los gobernadores o miembros de los diversos partidos políticos o de otros grupos poderosos.
A pesar de discursos grandilocuentes sobre la ‘clase mundial’ y la retórica demagógica acerca de los derechos humanos y civiles que llenan la ‘misión’, la ‘visión’ y los ‘valores’ de las IES, la desmedida mercantilización de la educación ha generado importantes secuelas para la sociedad mexicana. Los estándares académicos han bajado para incrementar la clientela con capacidad de pago, aunque con pocas aptitudes académicas. Los hijos de obreros y campesinos casi han desaparecido en los salones universitarios, y no se diga los pueblos indígenas y afrodescendientes, históricamente relegados de la educación superior desde sus inicios. Estudiar en una universidad pública se ha convertido en privilegio de la clase media. En vez de ensanchar las oportunidades a todos los jóvenes con el deseo de estudiar, estas políticas universitarias han contribuido a ensanchar la desigualdad social ya existente.
El espíritu extractivista se ha impregnado también en las relaciones con la comunidad universitaria degradada a un mero recurso humano. El trato más abusivo lo recibe el personal de vigilancia. En la actualidad esta función está en manos de empresas que ofrecen a sus trabajadores las peores condiciones laborales: jornadas de 12-14 horas durante seis días de la semana, sin vacaciones y a cambio de un salario mínimo. Los vigilantes aguardan su jornada en pleno sol o en la lluvia, siempre de pie. Sus mochilas cuelgan entre los árboles porque no tienen un espacio dónde dejarlos. El personal administrativo (las secretarias) y técnico se queja de salarios deprimidos y tratos humillantes. Amenazas, gritos y tratos degradantes son pan de cada día. La molestia permanente, la pesadumbre sentida, el enfado controlado o el odio abierto que generan estos tratos no se reflejan en los alegres resultados de los sondeos oficiales acerca del clima laboral. La situación del sector académico no es más halagadora. Sólo entre treinta y cuarenta por ciento de éstos cuentan con un contrato definitivo. Quienes tienen tal suerte viven en la preocupación permanente de poder mantener su productividad para completar su sueldo base con los complementos por concepto de productividad. A ello se agrega que en muchas universidades públicas el acceso a recursos institucionales para la publicación de libros, fondos de investigación o materiales de oficina está mediado por el poder administrativo en turno. A pesar de los enormes niveles de descontento que se externalizan en los pasillos universitarios por sentirse relegados, maltratados o utilizados, muchos/as académicos/as prefieren callarse. Anhelan ser vistos por la autoridad, ser tomados/as en cuenta para un puesto y observan con recelo a sus pares. Si hay una oportunidad para traicionar a los colegas ante la autoridad, no la desaprovechan. Las instituciones autoritarias pagan bien la felonía.
El personal académico por horas o con contratos semestrales constituye en muchas universidades públicas el grueso del cuerpo docente. Para poder vivir de la docencia tienen que impartir muchas horas por semana, situación que constituye en el plano profesional un callejón sin salida. No pueden mantenerse actualizados ni tampoco ingresar en el campo de la investigación científica. La incertidumbre laboral pesa como espada de Damocles sobre este sector y lo obliga a la autocensura permanente. El acceso a unas horas de docencia suele ser un privilegio de pocas personas. Con frecuencia, no son los/las egresados/as más talentosos/as quienes reciben la oportunidad de impartir una clase sino quienes tienen ‘méritos’ políticos: haber sido representante estudiantil a modo de la dirección, ser hijo/hija de una persona ‘influyente” o haber defendido la posición de la dirección ante los compañeros. Estos jóvenes han aprendido algo fundamental: para avanzar hay que callar, hay que levantar la mano cuando es preciso, hay que arrimarse al poder administrativo en turno y, sobre todo, hay que poner una buena cara a cualquier petición por más ignominiosa e indigna que sea.
¿Dónde estamos?
Las instituciones de educación superior pública en el país son, en esencia, organismos despóticos, excluyentes y autoritarios. Aunque cuentan con reglamentos y leyes, lo único que importa al interior es el poder. Son los individuos poderosos – los altos ejecutivos universitarios – quienes se han apoderado de todas las decisiones en las universidades públicas. Son los directores de escuelas, de facultades, de patronatos, junto con los rectores y los representantes maestros y alumnos – individuos siempre cercanos al poder – quienes determinaron renunciar a la autonomía académica a cambio de recursos extraordinarios por parte de la Federación. Impusieron nuevos modelos educativos, de investigación y de gestión que nunca fueron consensuados con la planta académica y que no han generado los resultados académicos prometidos. La única dimensión de la autonomía que las administraciones siempre han defendido es la de poder decidir sobre el uso de los recursos. Sólo recientemente este privilegio ha sido puesto en cuestión con la confiscación de las cuentas bancarias de la Universidad Autónoma de Hidalgo por sospechas fundadas de lavado de dinero.
La cuarta transformación y las universidades públicas neoliberales
La llegada de un nuevo gobierno con tinte progresista ha generado una profunda preocupación en las altas esferas del poder universitario quienes incluso hoy en día no son capaces de ver los estragos que tres décadas de neoliberalismo han generado en las universidades públicas y la sociedad mexicana. La llamada Cuarta Transformación no es identificada como una posibilidad para darle un nuevo rumbo a la universidad mexicana sino como un proyecto destructivo. A las élites administrativas universitarias les espanta la idea de una universidad pública gratuita al servicio del bienestar de la población y no de las élites políticas y económicas. Su pragmatismo les dicta evitar una
confrontación directa y mantenerse a la espera de las decisiones políticas. Piensan poder sobrevivir la tormenta siguiendo su credo camaleónico: ajustarse discursivamente a lo nuevo para seguir actuando de acuerdo con los términos acostumbrados.
Desde la esfera estatal se habla de una ruptura con el pasado reciente neoliberal de despojo, exclusión y autoritarismo. ¿Serán capaces las universidades públicas y sus grupos dirigentes de actuar en consecuencia y enarbolar una política incluyente, democrática y de justicia? En este espacio pensamos que quienes han llevado con mano férrea a las IES por treinta años de neoliberalismo, difícilmente podrán guiar a las universidades públicas a un nuevo derrotero. Pero aquí no se trata de encontrar un nuevo liderazgo; se trata de devolver las decisiones sobre las políticas institucionales a la comunidad universitaria. Se trata pues de democratizar las universidades para poder aprovechar todo el potencial racional que albergan en su interior.
¿Quiénes somos? ¿A dónde nos dirigimos?
¿Cómo lograr esto? Quienes integramos este colectivo de académicos/as no ofrecemos una ruta acabada, no tenemos una solución en la mano para la cual buscaríamos adeptos. Pero pensamos que hay que empezar el camino con un análisis crítico colectivo de los problemas que enfrentan las universidades públicas en su interior. En las condiciones actuales esto no es posible de un día para el otro. Necesitamos reconstruirnos como comunidad reflexiva y actuante. Necesitamos superar nuestros miedos y nuestra pasividad. Ayudar a hacer posible el resurgimiento de la comunidad universitaria como un actor político crítico es el objetivo de este grupo de universitarios/as que nos llamamos Tesis 11 – Crítica Universitaria. Somos académicos/as de diferentes áreas disciplinarias y universidades públicas comprometidos/as con una universidad pública abierta e incluyente, que participamos a través del pensamiento crítico, las labores investigativas y educativas en la construcción de una nueva sociedad más humana, justa, sensible e igualitaria, la cual –estamos seguros/as– se levantará en algún momento como el ave Fénix, de las cenizas del legado neoliberal.
Tesis 11 – Crítica Universitaria es una plataforma de reflexión sobre la universidad pública, de análisis y de denuncia. Invitamos a todos/as los/las universitarios/as a ser partícipes en este proyecto.
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