Sobre la video-vigilancia, registros de huella digital y demás dispositivos de control.

Veronika Sieglin[1]

El año pasado, alguien me platicó que en algunas escuelas preparatorias de la Universidad Autónoma de Nuevo León el profesorado era video-vigilado a la hora de impartir sus clases. La noticia me pareció tan ominosa que dudé de su veracidad. Hace unos días aproveché un encuentro casual con una profesora de preparatoria para indagar el asunto. La maestra no sólo me confirmó la existencia de la video-vigilancia en clase sino que me comentó que se había enterado del dispositivo por mera casualidad, cuando por un movimiento accidental de la cabeza su mirada cayó sobre el lugar donde se había instalado discretamente la cámara. Nadie le había notificado previamente ni mucho menos solicitado su consentimiento para ser grabada. Pero – agregó con una sonrisa despreocupada – no le mortificaría el asunto, ya que no había recibido comentario alguno sobre su trabajo docente en todo el semestre. No recuerdo qué fue lo que me escandalizó más: la confirmación de la video-vigilancia o la aparente indiferencia de la profesora frente a tal atropello de sus derechos laborales y humanos.

La video-vigilancia es el dispositivo de control más invasivo que en este momento se aplica contra la comunidad académica. En la actualidad, son aún pocas las dependencias universitarias que cuentan con tal equipamiento. No obstante, a lo largo de los últimos años se han introducido otras formas de control que no son menos cuestionables. Una de ellas es la huella digital. Su introducción suele justificarse  con alusión a las elevadas tasas de ausentismo del profesorado en licenciatura.  Sin embargo, no todas las dependencias universitarias que la han adoptado tienen este problema. Diferencias se observan también en el manejo de los registros digitales. En algunas facultades, el personal académico (profesores/as e investigadores/as) se registra únicamente al iniciar y al terminar su jornada laboral; otras exigen adicionalmente el registro de las salidas y retornos a lo largo del día laboral (por ejemplo, cuando alguien va a la rectoría o asiste a una reunión o un seminario en otra dependencia). Unas pocas dependencias recogen, además, el registro de la huella al inicio, a la mitad y al final de cada clase.

Las administraciones suelen manejar la introducción de los dispositivos de control como un hecho consumado. Sólo cuando se topan con la resistencia de la comunidad académica, ofrecen algún tipo de justificación como, por ejemplo, su deber administrativo de asegurar el cumplimiento de las funciones laborales. Curiosamente, la huella digital no ha coadyuvado sustancialmente a superar la pérdida de clases por inasistencia de los/las profesores/as. ¿Para qué sirven entonces los dispositivos de control de asistencia? ¿Qué controlan?  

Los dispositivos de control enuncian un discurso administrativo acerca del profesorado universitario: por ser éste potencialmente flojo, irresponsable e incumplido, harían falta mecanismos disciplinarios que asegurarían el cumplimiento de su trabajo. Dicho discurso no es nuevo en nuestras sociedades. Ha guiado desde antaño la relación entre capital y trabajo. En la educación superior entró sólo tardíamente: durante la etapa neoliberal, cuando las universidades públicas empezaron a ser manejadas como para-empresas y cuando el capital y el Estado las presionaron para que se vincularan prioritariamente con las grandes empresas (triple hélice). En su versión más radical, este modelo de vinculación no admite la autonomía académica, ya que la comunidad académica es ‘llamada’ a atender las necesidades de innovación de las empresas y a subsanar los problemas de legitimación del Estado. Ello es posible solamente si la comunidad académica se asume como parte de la clase trabajadora, es decir, si renuncia de facto a su autonomía académica y se pone al servicio de los poderes fácticos. Lograr esto es, sin lugar a dudas, una empresa complicada. Tomando en cuenta que el disciplinamiento de la clase trabajadora se ha tardado siglos (véanse los estudios históricos sobre la formación de las clases trabajadoras en Europa), no era de esperarse que las comunidades académicas aceptaran su nuevo papel con disposición y entusiasmo.

Con el fin de aligerar dicho camino, las instituciones de educación superior públicas han integrado una estrategia que – entre otros mecanismos y políticas – incluye el control de asistencia y movimiento del personal académico. A través de los diversos dispositivos de control, la comunidad académica aprende en la práctica que ya no puede decidir libremente sus actividades y acciones sino que requiere siempre el visto bueno para todo. En el mediano y largo plazo, la paciente y persistente aplicación diaria de los controles administrativos moldea imperceptiblemente la auto-conciencia y la autocomprensión de la comunidad académica. Este proceso se ha consumado, cuando las personas han integrado el registro de su huella digital en su rutina diaria, cuando ya no sienten el coraje que les despertó inicialmente, cuando el registro ha dejado de ser un tema y nadie habla ya de ello. Los dispositivos de control preparan pues a los sujetos en el plano afectivo y político para que se asuman y conduzcan como trabajadores dependientes al servicio de los sectores dominantes.

La reconfiguración neoliberal de las universidades públicas hacía necesario el fortalecimiento de las estructuras de mando burocrático y la eliminación de facto de la autonomía académica. La transformación de las relaciones de poder entre la alta burocracia universitaria y la comunidad académica se construyó paulatinamente a través de micro-políticas que intervienen de manera constante en el trabajo académico (por ejemplo, la adopción de nuevos modelos educativos no consensados con la comunidad académica, los cambios en los planes de estudio elaborados al margen de los/as docentes e investigadores/as, la imposición de un solo modelo de investigación científica) y que han despertado al inicio un fuerte rechazo de parte de la comunidad académica. Sólo después de un considerable tiempo el profesorado universitario los está percibiendo con una cierta indiferencia. Aprendió que no había nada que hacer y que si las administraciones querían tapar el sol con un dedo, no habría manera de sacarlas de allí. La indiferencia no surge por ende de forma natural sino como resultado de la resignación. Cuando estas actitudes determinan la relación del sujeto con el entorno, el sometimiento ha avanzado. La incapacidad percibida para cambiar este entorno expresa a la vez la inferioridad asumida ante los poderes fácticos y la vulnerabilidad propia.

Aunque las administraciones universitarias jamás aceptarían la finalidad política de los procesos de control y burocratización de la vida académica, ésta queda expuesta magistralmente en la narrativa de la profesora video-vigilada. Si este dispositivo tuviera algún sentido formativo (por ejemplo, apoyar el desarrollo de las habilidades pedagógicas del profesorado), la maestra debería haber obtenido alguna retroalimentación académica, ya sea positiva o negativa. Esto no ha sido el caso ni el de sus colegas. Lo anterior no sorprende, dado que las instituciones tendrían que ocupar un abultado número de pedagógos/as altamente calificados/as para que analizaran y evaluaran miles de horas grabadas y así elaborar sus sugerencias para los/las docentes. Esto es financieramente imposible. ¿Para qué entonces se practica la video-vigilancia? Solamente para amenazar, intimidar, constreñir, forzar y coaccionar a las comunidades académicas. Para dejar constancia de quien es quien. Lo misma aplica para el registro de la huella digital. No mejora el clima laboral, no abona a los procesos educativos e investigativos en las universidades, ni siquiera resuelve el ausentismo. Se trata de  meros actos de poder, los que son absurdos en universidades que buscan pertenecer a las mejores del mundo.

La introducción de los diversos dispositivos de control afecta el trabajo académico porque estos mecanismos redefinen técnicamente el quehacer académico. Parten del supuesto equivocado que el trabajo docente e investigativo se podría realizar en un solo lugar (en el aula, el cubículo o el laboratorio, por ejemplo) análogo al trabajo fabril. No contemplan la  participación de los/as profesores/as e investigadores/as en reuniones de trabajo extra-muros, las salidas de campo, la visita a bibliotecas o centros de documentación, la asistencia a congresos o la impartición de conferencias en otras instituciones. Tampoco son capaces de medir las horas de trabajo en casa para revisar exámenes y trabajos estudiantiles, la revisión de nueva literatura o la redacción de libros y artículos. Los dispositivos de control reducen una dinámica de trabajo compleja a una simple. Lo hacen sin conocimiento de causa y sin consulta de la comunidad académica. Generan una concepción errónea del trabajo académico, la que es abrazada por las administraciones universitarias como si se tratara de la verdad.

Por último, el fracaso de los sistemas de control para abatir el ausentismo de los/las profesores/as apunta a una problemática recurrente que comparten casi todas las universidades estatales mexicanas: la selección del personal académico. Muchas IES estatales carecen de exámenes de oposición. Es el/la directivo/a de una dependencia universitaria y no una instancia colegiada de alto nivel quien decide sobre la contratación de un/a profesor/a. Esta selección del personal suele ser  influida por criterios  políticos (relaciones de lealtad y/o compadrazgo, fortalecimiento del grupo político propio, etcétera). Las capacidades y aptitudes académicas de las personas a contratar son de menor importancia. Ante el poco rigor académico de la selección del personal académico no sorprende que los/las profesores/as con más faltas suelen ser cercanos/as a la autoridad en turno. El ausentismo no se abate con registros de huella digital sino con procesos de selección más rigurosos. De paso esto mejoraría también el nivel académico de los programas educativos de las diversas IES.

En suma, las universidades estatales no requieren ni de video-vigilancia ni del registro de la huella digital sino de un profesorado altamente calificado y comprometido con el trabajo académico y científico. Para ello es necesario devolver el poder de decisiones a las comunidades académicas y abandonar los modelos de gestión y administración inspirados por la ideología neoliberal. Estos cambios de poder al interior de las universidades tienen que ser pujados desde las comunidades académicas mismas. Un primer paso es la creación de espacios de reflexión y organización. Agradezco el esfuerzo de “Tesis 11- Crítica Universitaria” para propulsar  este proceso y su invitación por participar en  este pensar colectivo a través de esta editorial.

[1] La Dra. Veronika Sieglin es desde hace 30 años profesora-investigadora de la Universidad Autónoma de Nuevo León, integrante del Sistema Nacional de Investigadores y de la Academia Mexicana de las Ciencias.